Carlos y Compañía

Escrito por Oscar K.
Ilustrado por Dorte Karrebæk


Carlos, un perro que no puedes tener

Érase una vez un perro que se llamaba Carlos porque fumaba cigarrillos sin filtro y llevaba deportivas. No tenía mucha relación con la familia porque chillaban y cargate a la mierda, maldito chucho y vete a tu cuarto y cierra la puerta. Daba la casualidad que Carlos no tenía cuarto y al final la familia lo metió en un contenedor y así llegó a la Protección de Animales donde lo pusieron en una jaula y ahí te quedas hasta que alguien pase por aquí a recogerte. No se presentó nadie y si a vezes lo querían unos niños, su familia decía que no lo podían tener porque fumaba cigarrillos y le olían los pies. “Stinkefüsse” decía el protector de perros, era alemán. Bueno, luego Carlos fue unos años al orfanato y le suministraban deportivas, un cepillo de dientes, algo de comer y de una paliza los domingos.


¿Dónde queda Huelva?

En el cole Carlos era el peor. “Mentecato”, le llamaba el profesor de geografía. ¡¿Ni siquiera sabes dónde queda Huelva?! Pero Carlos nunca había estado en Huelva de manera que ¿cómo lo iba a saber? Y en las clases de educación física les obligaban a quitarse las deportivas. Pero Carlos estaba tan contento con sus zapatillas nuevas que no quería. “A ver si te descalzas como todos los demás”, instaba la seño. “Bueeeno”. Carlos se las quitó y un olor a pies invadía toda la sala. “Joder, ¡qué asco!”, gritó la maestra, “¡Cálzate, ahora mismo!”. ¡Si acababa de quitárselas! “A ver, ¿en qué quedamos?”, preguntó Carlos. “¡Fuera!”, chilló la señorita y Carlos salió al solecillo y se fue al parque a empujar patos.


Antonio, el del cubo

“A ver, ¡deja de hacer eso, tú!” Carlos estaba empujando un pato que se cayó al agua. Se dio la vuelta. Vio a un chico mayor de unos ocho años que llevaba gafas de sol y un cubo en la cabeza. “Los patos son amigos míos”, explicó en tono amenazante. “Bueno, bueno, lo siento. No lo sabía”. “Además tengo ratoncitos” dijo el chico, poniéndose chulo. “¿Tú sabes dónde queda Huelva?, preguntó Carlos. “Pues no” contestó el chico. Se llamaba Antonio, por un gato que vivía en España. “Yo tampoco”. “¡A tomar por el culo, entonces!”, contestó Antonio y los dos se rieron un buen rato. Despues fueron los mejores amigos del mundo porque a los dos les gustaban los ratones y cosas de esas. Antonio tenía un cubo de zinc que le encantaba. “¡Ey, chicas, ¿os habéis fijado en mi cubo de zinc?” soltaba a todas las que se cruzaban en su camino y lo meneaba de tal manera que se asustaban. “¡Uuyyy!”, chillaban. “Nos asustas. Y eso que tienes un perro muy mono. Lleva deportivas.” Y acariciaban a Carlos que se puso como un tomate. Antonio se reía. Le dijo a Carlos que en realidad no tenía ratones pero que podían intentar cazar uno.



Un hogar sin ratones

Antonio provenía de un hogar sin ratones. El único ratón que había pasado por la calle de Teruel, 112, 2° izq. era el Ratoncito Pérez cada vez que a Antonio se le caía un diente de leche. El dinero que el ratón le dejaba debajo de la almohada Antonio lo iba guardando, pero cuando pedía permiso a la madre, que era musulmana, para comprarse un ratón, ésta le chillaba que ¡no me vengas con!, ¡eso a tu padre! y ¡te voy a dar! Antonio se encogió de hombros pensando “¡Dios mío! ¿A esto lo llaman familia?” Bueno, si se ponían así, él mismo cogería uno con la ayuda de Carlos …


La trampa

Fueron a cavar un hoyo al que se tenía que caer el ratón. No se presentó ninguno. Antón pensaba que lo podrían atraer con queso, cosa que a Carlos le parecía fenomenal porque no le gustaba. Sacó su bocadillo de queso y lo echó ahí dentro. Seguía sin presentarse ningún ratón. Carlos propuso que cubriesen el agujero con unas ramas y un poco de hierba. En su día había visto un vídeo sobre un oso padro que habían cazado en la selva. También metieron una piedra para que el ratón perdiera el conocimiento un poquito y taparon el hoyo con palos y hierba para que no quedara a la vista y lo esquivara el ratón. Se pusieron a esperar y luego le tocaba a Antonio ir de campamento de verano.


Carlos y los ángeles

Un día mientras Antonio estaba de campamento Carlos iba por ahí aburriéndose y, sin querer, se metió en una iglesia. Cerca del altar había unos ángeles que cantaban. “¿Qué demonios estáis haciendo aquí?, les preguntó. “Oye, oye”, contestó uno de ellos. “¿No ves que somos ángeles? Estamos entonando unos villancicos y está prohibido venir a la iglesia con los pies y las deportivas malolientes y diciendo palabrotas”. ”A mí ¿qué me importa?” Carlos le propinó al ángel una patada en el culo, tan fuerte que se fue al Infierno y se calló. Pero los otros se chivaron en el orfanato y el domingo se le dio una paliza extra porque decía palabrotas, fumaba cigarrillos y daba patadas en el culo a los ángeles. Faltó poco para que Carlos se pusiera a llorar. Cogió el cepillo de dientes y se escapó para buscar a Antonio.


Carlos de campamento para necesitados


“Campamento Hacia Delante” ponía en el letrero que ondeaba entre dos palos de abeto gigantescos. En un césped, unos chiquillos bajitos y pálidos jugaban lentamente al fútbol. Antonio no veía a Carlos. Estaría en otro campamento. También había un señor alto y delgado. Llevaba pantalones cortos y pito y meneaba los brazos y las piernas. Tenía aspecto muy saludable. “¡Venga, Emilio!” “¡Pásaselo, Manolo!” “¡Chuta, Pepe!” Pero todos se quedaban parados mirando asustados el balón con sus gafas miopes. Trataban de tío al señor y también había unas cuantas tías que atiborraban a los niños con nata y no hacían más que manosear a Carlos y ay qué perro más bonito y quiere nata y mira qué rico. Carlos se zampó todo lo que le pusieron en el comedor. Cuando le entraron ganas de mear se retiró a un rincón y levantó la pata. “¡Fuera, chucho! ¡A la calle, canalla!” gritaron todas las tías. Y ahí se quedó Carlos, solito y abandonado tarareando la canción de Marco: ”No te vayas, Mamá”. Y llovía …


En el oscuro bosque

Mientras Carlos estaba allí pensando que, claro, no podía ser de otra forma, los tíos y las tías también son una especie de familia, se fijó en un pequeño ratón gordo y blanco que estaba debajo de una hoja tiritando, todo empapado y con las manos en los bolsillos. Tenía los ojos grandes y azules. “Ay, qué miedo te tengo”, balbuceaba. De niño él también había estado en campamentos para necesitados. “Pero no tienes por qué”, contestó Carlos, “a mí me encantan los ratones”. “Justamente a eso me refiero…” El ratón esbozó una pequeña sonrisa. “No, no, no, no te voy a COMER”. Cuando Carlos pronunció la palabra COMER, el ratón se asustó tanto que se desmayó. ¡Catapún! Ahí se quedó en la espesura con la cara toda pálida. Carlos se lo metió en el bolsillo y se fue pa´ casa.


Un ratón en la trampa

Cuando se despertó el ratón estaba todo aturdido y Carlos le ofreció un cigarrillo. “Venga, pegate una buena calada, eso te espabilará.” El ratón se mareó y la cara se le puso verde. Bueno, pues entonces podía tomar uno de los bocadillos de queso de Carlos pero tenía que prometer vendarse la cabeza y ponerse un poco de tinta roja como sangre y tumbarse poniendo cara de desmayado cuando Antonio volviera del campamento. Pues vale. Carlos estaba todo ilusionado y el ratón ensayaba como hacerse el muerto quedarse todo quieto con la cabeza vendada y la sangre de tinta y las manos en los bolsillos.


De vuelta del campamento

Había llovido todo el campamento de verano de manera que Antonio volvía con el cubo lleno de dibujos. Todos representaban ratones con las cabezas rotas en una piedra, bizcos y con el morro sangrando y las orejas de cartón y un hacha y unos esqueletos a los que les salía rojo por la boca y ¡socorro! y ¡qué dolor, me cago en la leche! Carlos se quedó un poco escandalizado con la imaginación de Antonio pero sería por toda esa lluvia. Y la familia que había ido de visita un día … “Podríamos subir por donde está la trampa, por ejemplo,” sugirió Carlos como quien no quiere la cosa, “a lo mejor hemos cazado un ratón blanco con la cabeza vendada y sangre pintada con tinta y …”



Antonio y Carlos revisan la trampa

Subieron a la trampa. Estaba todo normal, con ramas y hierba y todo. “Bueno, no habrá ratón ni nada”, dijo Carlos haciéndose el sueco. “Oye, ya que estamos podríamos echar un vistazo”, Antonio parecía desilusionado. “Pues, vale” contestó Carlos aunque en realidad estaba ansioso. Se agacharon para quitar la hierba y las ramas. Ahí había un ratón blanco con los ojos cerrados y las manos en los bolsillos y la cabeza vendada y la tripa gorda. “¡Fíjate!” Carlos estaba contento, le golpeaba la espalda a Antonio. “¡Hemos cazado un ratón!” Pero Antonio no le contestó, estaba blanco como una sábana sin quitarle ojo al ratón. “E-e”, balbuceó, “e-stá s-sa-sangrando”. No soportaba ver la sangre. “A-a lo mejor ha mue-mue-mue-muerto…” “¿Tú crees?” Carlos estaba preocupado. De hecho el ratón tenía pinta de estar muy muerto. “Ehm, ehm”, Carlos se aclaró la voz. El ratón entreabrió un ojo, luego lo volvió a cerrar. “Ratoncito, porfi, despierta”, balbuceó Antonio. “Lo de la piedra era sólo para que no te escaparas – ¡no queríamos matarte de verdad!” Con eso el ratón abrió los ojos y pegó un salto fuera del hoyo sin sacar las manos de los bolsillos. “Menos mal”. Carlos se sentía aliviado y Antonio se puso tan contento que casi le da un beso al ratón pero no sabía si era chico o chica.


Juan el Afortunado

“¿Cómo te llamas?” preguntó Antonio. “Juan” contestó el ratón rápidamente casi como si no fuera verdad. “Jope”, pensó Carlos, “se me olvidó preguntarle eso…” “¿Cuántos años tienes?” continuó Antonio. “¡Los suficientes!” “¿Familia?” “¡Ninguna!” “¡Qué suerte!” “¿Domicilio?” “¡Desconocido!” “¡Entonces puedes vivir conmigo!... ah, no, es verdad… mi madre…, ya sabes…” Antonio explicó. Juan asintió comprensivo. “Pero por ahora te puedes quedar viviendo en la trampa y comer bocadillos de queso. Así podremos hacer un periódico de roedores para que estés al día”. “Entonces lo quiero en suscripción” dijo Juan, parecía contento con el desarrollo de las cosas. “Y una almohada. Resulta un poco dura la piedra, la verdad”. “Claro, claro”. Y le dieron el nombre de Juan el Afortunado al ratón ya que llevaba las manos en los bolsillos, tenía un periódico en suscripción y carecía de familia. Bueno, tenía a Antonio y Carlos, claro, y ellos no eran familia de verdad con su ¡callaté y dime! ¡coño! ¡no me vengas con! y ¡te mato!



El encuentro con Dios

“¿Tú crees en Dios?” preguntó un día Antonio mientras iban a ver a Juan el Afortunado. “Dios me libre”, reía Carlos, “ese ni siquiera existe”. “Pues echa un vistazo…”. Por ahí venía Dios. “Buenos días”, dijo. “Muy buenas”. Carlos estaba un poco pasmado. “¿Te sabes alguna oración? preguntó Dios, “porque entonces te invito a un pitillo”. Pues no, Carlos tenía que admitir que no sabía. “¿Y tú?” Dios ahora estaba mirando a Antonio. “¿Tú escuchas las plegarias?”, le devolvió la pregunta Antonio. “Pues sí, a veces”. Entones ruego que Juan se pueda venir conmigo a casa”. “¿¿¿Y quién es Juan???” “Es un ratón que hemos cazado y dejado sin conocimiento contra una piedra, y mi madre no deja que tenga ratones en casa.” “¿Cómo es de grande?”, preguntó Dios. “Unos cinco centímetros incluyendo el rabo”. “¡Cielos! En ese caso te lo puedes llevar a casa sin más”. “Muchas gracias”. Antonio estuvo en un tris de hacer una reverencia. “De nada. Bueno, ya no quiero hablar más con vosotros, tengo que volver a atender el negocio”. Y se marchó. Dios.



Antonio se lleva a Juan a casa

“¡No hay más que hablar!” dijo la madre de Antonio agitando la aspiradora. “¡Toca fiesta familiar el domingo!” Antonio estaba en la puerta junto a Juan, el de las manos en el bolsillo, que tenía las manos en el bolsillo. Ni siquiera había entrado todavía y la madre ya estaba voceando… “Vale”, dijo Antonio. “¿Qué?” La madre apagó la aspiradora y se le quedó mirando, incrédula. “¿Te vienes sin rechistar?”. “Sí”, contestó Antonio y sacó a Juan del bolsillo. “Este es Juan, va a vivir aquí, que lo dice Dios”. “¿Quién dices que lo dice?” “¡Dios!” Eso sí que le cogió por sorpresa a la madre. “Bueno, que así sea, ¡pero entonces te vienes sin falta el domingo!” ”Que sí, que sí”. Antonio se metió en su habitación. Iba a hacer un columpio, uno pequeño, que le valiera a Juan. Lo colgó en el flexo de la mesa. Ahora Juan iba a ser trapecista, ¡trapecista de circo! Primero simplemente tenía que columpiarse normal pero después tenía que ponerse de pie en la tablita y seguir columpiándose con las manos en los bolsillos. Al principio iba bien pero después de un rato le empezó a doler la tripa y lo dejaron para el día siguiente. Todos los días ensayaban hasta que a Juan le entraba el dolor de tripa y se mareaba. Y se olvidaron por completo de Carlos.



En el cole no va tan bién
- especialmente en lo que se refiere a la parte escrita

Carlos estaba un poco triste porque echaba de menos a Antonio y a Juan. Iba por las calles, se subía donde la trampa, que estaba vacía, y se acercaba al colegio donde el profesor se burlaba de él cuando hacían dictado. “Ma – la – ba – ris – mos” dijo el profe poniendo boca de negro. Y Carlos puso: “Ma – la – va – riz – mo”. “Ja, ja, ja, ¿Os habéis fijado en lo que está poniendo Carlos?” dijo el profesor a los demás, y todos empezaron a reír. “¡Vete a tu casa a practicar!”. Y Carlos se fue, pero no tenía casa y subió donde la trampa y cavó el hoyo tan grande que él mismo entraba. E hizo un periódico para roedores a pesar de que no tenía quien lo leyera. Con un montón de titulares negros: “Perro avandonao a zu zuerte” “Perro dezhamparao” “¿Nadie hecha en farta un perro en deportiva?”. Y descansó la cabeza en la piedra, se durmió y soñó que alguien lo encontraba. ¡Y llovía!



La fiesta familiar

“¡Pórtate bien mientras estamos fuera!”, dijo Antonio. Juan asintió con cara seria, le dolía mucho la tripa. Y Antonio se fue a la fiesta familiar con su madre y su padre y su hermana y el abuelo y la abuela. Y en la fiesta hubo un montón de subfamilias con tíos y tías, primos y primas y una bisabuela sonriente que olía a chocolate olvidado. Y todo el mundo hablaba a la vez: “…Pedrito saca MUY buenas notas… Luego le dije yo a Pepa, Pepa no creas que… ¿¡¡DOS MIL por un tabique!!?... Al chiquillo le chiflan los ratones…” Y Asunción se encerró en el baño y Rafael no hacía más que llamar a la puerta lloriqueando: “Pero, Asuncioncita, no pretendía…”. Y bailaron el baile de la manzana y luego la fiesta se acabó.

Sueños de circo

“¡Carlos, despierta, despierta! Juan ha tenido crías.” Carlos estaba dormido en la trampa y se despertó sobresaltado. Ahí estaban Antonio y Juan que ahora se había quedado como un fideo. “¡¿Qué qué?!” “¡Siete!” dijo Antonio, estaba orgullosísimo. “Es verdad”, añadió Juan. “¿¡¿Pero si te llamas Juan?!? Carlos se rasgó la cabeza. “Que no, eso lo dije en broma. En realidad me llamo Isabel.” “Ah”, dijo Carlos un poco cortado. “¿No querrás un bocadillo de queso, entonces?” Eso sí que le apetecía a Juan después de tanto parto. “Pero… ¿y las crías? ¿Dónde están?” quiso saber Carlos. “En casa, debajo del sofá. Les dimos una pastilla para dormir para que no las descubra mi madre. Y luego nos vinimos para acá, queríamos que tú lo supieses.” Carlos se alegró. Y ahí estaban los tres, bamboleando las piernas en el hoyo de la trampa, Carlos, Antonio y Juan, es decir Isabel. Se inventaban nombres chulis para las crías: Kim y Óscar y Luis y Segismundo y Leonor y Roberto y Francisco. “Podrán aprender a tocar el violín y la armónica y Juan se columpiará y tendremos nuestro propio circo”, dijo Antonio. “¡Y el tambor!” A Carlos le encantaba tocar el tambor. “Y tú vas a hacer el cartel”, le dijo Antonio a Carlos. “Se te da tan bien la parte escrita”. “Entonces escribiré en mi propio lenguaje”, contestó. “¡Un lenguaje secreto!” dijeron los tres al unísono y se juntaron un poco más.


Final

Pero cuando Antonio y Juan volvieron a casa la madre había pasado la aspiradora debajo del sofá y había absorbido a todas las crías. Creía que eran ositos de goma color rosa. Y Juan se puso un poco triste a pesar de que Antonio le consoló explicando que así era tener familia. Volvieron a subir donde Carlos que no sabía qué decir, de manera que dijo: “¿Por qué no escribimos un libro sobre esto? Uno muy triste, muy triste.” Antonio y Juan estaban de acuerdo. ¡Y llovía!

Y entonces escribieron este libro.
En su propio lenguaje secreto.