INTERPRETACIÓN DE COPENHAGUE

Urge ese beso,
Llega antes de lo que esperas,
el sueño eterno.
Poul Henningsen, En tu breve vida

LA PARADOJA DE PINOCHO

En un archivador del sótano del Instituto Niels Bohr hay un sobre, todavía sin abrir y sellado como secreto, con dos notas y un documento etiquetado con el título La paradoja de Pinocho. De él se desprende que han conseguido teletransportar a un individuo innominado descomponiendo sus restos mortales en información cuántica y transfiriéndola y reconstruyéndola en una copia exacta en otro lugar y en otro tiempo.
Para La paradoja de Pinocho se utilizaron dos montones de desechos: uno en el cementerio de Assistens Kirkegaard y otro en la plaza de Kongens Nytorv. Los montones estaban unidos o entrelazados, entangled, mediante una conexión cuántica. Luego, la información acerca del individuo, es decir, su software cuántico, fue transferida descomponiendo sus restos terrenales y enviando la información de estos restos a través del enlace creado entre los dos montones de desechos. De este modo se creó una copia del individuo en cuestión, o mejor dicho, de su estado cuántico, en el cielo sobre Kongens Nytorv.
En el documento se recalca que la conexión entre los montones estuvo limitada en el tiempo y que hubo que transferir la información del individuo sin saber lo que se transfería, puesto que es imposible que coexistan simultáneamente una copia y su original. Dicho de otro modo, si teletransportamos a Mr. Hyde, siempre lo acompañará Dr. Jekyll.

PRIMERA PARTE

LA REAPARICIÓN

Por eso debe morir un ser humano, es decir, extinguirse, desaparecer de este mundo en su temporalidad, para resurgir en un nuevo mundo, en una nueva temporalidad.
SAK

SI UNA NOCHE DE SEPTIEMBRE…

Una noche del mes de septiembre, no hace mucho, apareció una extraña criatura, parecida a un murciélago, en el cielo sobre Copenhague. Descendió suavemente desde lo alto de la nada, hacia la plaza de Kongens Nytorv. Visto de cerca resultó ser un ser humano. Un hombre de constitución delgada, con gafas, ligeramente cargado de espaldas, con una melena como un almiar, patillas, rostro enjuto, facciones afiladas, ojos de un profundo azul claro, nariz puntiaguda, boca de turgentes labios y grandes y prominentes dientes. Desnudo. Sobre la pista de sí mismo.
Tendría unos treinta y pocos años, treinta y tres para ser exactos, y era bello como Leslie Howard en Pimpinela Smith. Como un Terminator cualquiera aterrizó envuelto en humo y vapor, no muy lejos de un bulldozer de las excavaciones arqueológicas en las obras del metro frente al Teatro Real, Det kongelige Teater. Cuando se levantó se dio cuenta de que estaba desnudo y tenía una erección como un títere en celo. Se cubrió avergonzado con las manos y se escondió en un portal frente a una furgoneta que estaba aparcada con las puertas traseras abiertas delante de la entrada de artistas en Bournonvilles Passage.
Aún había luz en la guardarropía del Det kongelige Teater. Un par de tramoyistas dejaron unas cajas y unos burros con los trajes de Mascarada en el suelo detrás del vehículo.
Kongens Nytorv estaba llena a rebosar de gente. El público salía del teatro después de la primera y entretenida función de la temporada, las terrazas de los cafés estaban atestadas de clientes y por todos lados había grupos de jóvenes que se disponían a adentrarse en la vida nocturna de Copenhague.
Todos vestían bien, disfrutaban de una vida acomodada, eran exitosos y estaban febrilmente ocupados chequeando sus mensajes en el móvil, flirteando e intercambiando comentarios rápidos y jocosos.
«¡…con Martine en un viaje relámpago al Cairo!»
«…TDAH, así que me ando de puntillas, si no me los tildan de idiotas.»
«Ya, sí, pero… ¡qué interesante! La transgresión elevada a norma. ¿Simplemente escalasteis la verja?»
«…y Sinéad O’Connor sólo busca un novio al que le vaya el sexo anal…»
«¡Unos zapatos increíbles, te lo digo yo, con unos tacones así de altos!»
«…había pensado estudiar chino o rodar un documental…»

Otra temporalidad. Una mascarada. Una joven con cara de payaso. Unas manos finas y demasiado expertas. Señores en abrigos de colores. Camareros de punta en blanco y movimientos descuidadamente seguros. Mujeres con las axilas depiladas envueltas en una elegancia atemporal. Cabelleras cortas y despeinadas. Sombreritos negros con velo. Pezones maquillados. Medias de seda del color de la miel, piernas esbeltas. Un estudiante de bachillerato, un comisario de policía, un atleta, un catedrático, un negro, una novia con una rata domesticada, un tramoyista. Un cuchicheo desenvuelto. Una diva pelona de cuarenta años. Un alumno de la escuela de arte con una falda a cuadros escoceses y calcetines cortos. Cristales rotos. Dejadez discreta. Indiferencia fingida. Secretarias de redacción con ínfulas de poetisa, vestidas de negro ceñido. Labios carmesíes. Persona. Carnevale. Bon soir, tristesse. Adiós a la carne. Buenas tardes.
Fueron muy pocos los que repararon en el hombre cargado de espaldas que vestía el polvoriento traje de Leander cuando aquella noche cruzó Kongens Nytorv tocado con un sombrero y un paraguas en la mano.
–¡Maricón!
Todos estaban absortos en sí mismos. Y no lo conocían.

ES DECIR…

A escasos metros de allí, una joven desgarbada de unos veintitantos años se acurrucaba en su asiento. Emma. Comía manzanas, unas pequeñas y redondas Cox Orange, y tenía un muñequito de madera en el regazo. Sus cuerdas se habían roto. Ella sí sabía quién era. Un hombre que moriría antes de cumplir los treinta y cuatro. Tenía la sensación de saberse su vida y sus pensamientos de memoria, y lo siguió cuando él, poco después, se dirigió hacia la plaza de Gammeltorv donde en su día vivió.
Cada tarde, Emma encontraba un lugar donde sentarse a solas: una barandilla, un antepecho, una jardinera, una escalinata. Y entonces comía manzanas. O guisantes, o frambuesas, o uvas, dependiendo de la temporada. O higos.
Le gustaban las repeticiones, las rutinas diarias y los rituales. Un saltito antes de abrir la puerta. A modo de perturbación, de divergencia. La primera en la cola de la cantina del Instituto Niels Bohr en Blegdamsvej, donde entre las nueve y las diecisiete horas investigaba en comunicación cuántica, sin que por ello tuviera siempre la suerte de darse a entender ante los demás. Tenía un hermano en un sanatorio.
El hombre se había detenido. La luz de la farola arrojaba una sombra vacilante contra el muro. Emma aflojó el paso.

–¿Padre? –murmuró él–. Tú, que eres el camino y la vida…

Emma lo miró, sorprendida. Desde un campo energético lleno de escarcha y ajeno, en medio de un mar de partículas virtuales, surgió un holograma cuántico.

Al final de Lille Kongensgade apareció una figura etérea, poderosa como el mismísimo Dios Padre, arrojando su pesada y negra sombra sobre el hijo que miró, con vertiginosa vacuidad y compasión, al anciano. Eli, Eli! Lemá sabaktáni, Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

Entonces se desvaneció la resonancia cuántica, y el hombre del rostro enjuto y la nariz afilada siguió avanzando en dirección a Højbro Plads con Emma pisándole los talones. Tenía que acordarse de sus necesidades sexuales, de lavarse con regularidad y no olvidar las comidas. Su madre se lo anotaba todo en pequeñas notas, pero Emma solía estar ocupada con un montón de cosas más. La teleportación. La actividad intermental de las partículas. La sustancia negra.
Practicaba el tiro con revólver y leía desenfrenadamente a los mismos autores una y otra vez para sentirse alcanzada por ellos, como cuando un sonido era realmente brutal, y eso le resultaba agradable. Bataille, Jelinek y él.
A Emma le gustaba el apuesto hombre que caminaba delante de ella por la plaza de Amagertorv, mirando las puertas y ventanas como si fueran viejos conocidos. Sabía que él vivía en sus pensamientos, que se sentía incómodo en su cuerpo. Diferente. Que podía llegar a volverse loco cuando la prohibición despertaba la lujuria; podía llegar a concebir ideas monstruosas acerca de la tenebrosidad del deseo, incluso a formularlas; pero entonces la angustia se apoderaba de él y temblaba como un caballo que se detiene frente a lo que un día lo asustó: un presentimiento de las consecuencias antes de que éstas se materialicen. Emma se infligía cortes y sabía exactamente cuan profundos debían ser para que el dolor físico se apoderara de ella por un instante. Si bien entendía el valor del erotismo, que es el de la muerte, éste siempre era ahogado por la soledad. Resultaba difícil llevar a la práctica los anhelos devastadores sin antes andarse con torpes paños calientes. De la misma manera que es bueno saber qué es andar para luego no ser capaz de mover los pies. Nunca había sido sincrónica con su deseo. Nunca había sido ella misma. Él estaba obcecado en su idea de sí mismo y en la desesperación por no querer ser él mismo. Tenía que sentirse mortalmente enfermo para escribir. Su apetito por la escritura era una pasión indomable. El lenguaje oculta la desesperación. Y él estaba atrapado en su propia tristeza, su desdicha, su melancolía, eso era lo que le interesaba. Estaba obsesionado con expiar la culpa de su padre. Con ser humillado, despreciado, insultado. Con conciliar lo limitado y lo ilimitado, lo temporal y lo eterno. Ella tenía ganas de él. Pero había muchas cosas que no sabía de él.
Doblaron la esquina de Skoubogade y se adentraron en Skindergade. Él se detuvo frente al número treinta y ocho, titubeó y volvió a mirar el letrero.
–Klædeboderne…
–¿Estás buscando a alguien? –preguntó Emma.
–A mí mismo… Klædeboderne.
–Ahora la calle se llama Skindergade –dijo Emma.
–Entonces, ¿a lo mejor conocerás a mi casera, la señora viuda de Borris?
Emma negó con la cabeza.
–Pero tú eres Søren Kierkegaard, ¿verdad? Søren Aabye Kierkegaard. ¿Dónde pensabas dormir?
–No lo sé.
–¿Has comido algo?
–Sí, sí.
–¿Cuándo?
–El otro día. Ya no lo recuerdo.
Emma giró la muñeca y le ofreció una manzana.
–Puedes quedarte a dormir en mi casa –dijo–. Y luego podrías penetrarme por atrás.
Emma dio un saltito e introdujo el brazo por debajo del suyo.
–Ven.


A LA MAÑANA SIGUIENTE


La luz de la mañana caía a través de las ventanas del piso de Emma en Nørre Søgade. Su madre se había enamorado de él enseguida y se lo había comprado. «Piso de lujo en finca señorial. Doscientos cuarenta metros cuadrados. Tres salones en suite. Dos baños completos. Siete habitaciones y cuarto del servicio con cocina americana independiente al final del pasillo.» Las puertas de las luminosas estancias de techos altos estaban abiertas de par en par.
En uno de los tres anchos alféizares había un estuche negro con una Smith & Wesson M.686 con tambor para siete balas y una caja de munición. En el baño, una navaja de afeitar con mango de nácar.
Las paredes del piso estaban pintadas de blanco y apenas había muebles, aparte de una silla y algunas estanterías con los libros pulcramente ordenados. La profesora de piano, Deseo, Gier. Ein Unterhaltungsroman, Historia del ojo, Madame Edwarda, Obras completas de Kierkegaard, Tratado de los tres impostores, Las criadas, Pioneros de Ingolstadt… No había flores ni chucherías, ni tampoco cuadros en las paredes. Todo era luminoso, limpio y vacío.

–Ni siquiera me has tocado.

Emma salió del baño con el cepillo de dientes en la boca y se colocó en el centro del gran dormitorio al final del pasillo donde Søren leía, sentado a un lado del futón. Con la espalda recta. Totalmente vestido. Emma le mostró su cuerpo en el espejo.

–¿Soy fea? –preguntó, y dio un saltito por encima del muñeco de madera que yacía en el suelo y aterrizó en la cama.

Søren sacudió tímidamente la cabeza.

–Los pechos de Keiko son tremendamente sensibles –dijo ella, y se acomodó con las piernas abiertas–, sólo con que haga pipí, sus pezones se endurecen, o eso dice. Ella te gustaría.

Søren intentaba concentrarse en su libro.
–¿Eres virgen? –preguntó ella.
–Mmm… –respondió él en tono misterioso. Sentía cierto desasosiego estando en su compañía, un desasosiego que se había tornado más intenso a medida que avanzaba la noche.
–¿Has estado leyendo todo el tiempo? –preguntó Emma, y se puso unas braguitas.
–Sí –contestó Søren.
–¿Qué estás leyendo?
–Leo sobre mí mismo. SAK. Una biografía.
–¿Y encuentras algo?
–Bueno...
–Échale un vistazo al último párrafo de la página 91. Ahora tengo que irme a trabajar.

Søren siguió a Emma con la mirada cuando ésta desapareció por el pasillo y luego abrió el libro por la página que le había indicado.
«En la búsqueda del verdadero Kierkegaard a menudo pasamos por alto que la mistificación, el enmascaramiento y la ficción son rasgos constitutivos de la presentación que hace de sí mismo, y en este sentido contribuyen a mostrarnos al “verdadero” Kierkegaard.»
¿Quién demonios era ese tal Garff? Søren cerró el libro de golpe. ¿Qué quería decir con esa anotación según la cual lo que realmente llenaba su vida no existía? ¿Que tal vez su secreto fuera precisamente que no existía tal secreto? ¿Que había que inventarlo a través de la literatura? Se levantó de un salto y se acercó a la ventana. ¡Mi reino por un tintero! Y una pluma…

–Puedes utilizar el Mac –dijo Emma, y le mostró el MacBook Air de 256GB que había en el alféizar de la ventana–. Encender, apagar, pantalla, teclado, cursor, para desplazarte por la pantalla utilizas dos dedos, ayuda, buscar… «Søren Kierkegaard + Diario de un seductor». ¡Enter! Si tienes que salir, hay dinero y una llave de recambio en la entrada. Podrías haberme seducido anoche, pero volveré a casa a eso de las cinco y media, seis.

Salió por la puerta dando un brinco. Søren miró la pantalla:
«Søren Kierkegaard: Diario de un seductor. En Copenhague, la desconocida y más bella de las muchachas se baja de su carruaje. No es importante saber quién es. Al contrario. Porque nuestro autor del diario, Johannes, no tiene prisa: ”Fuera la impaciencia, fuera la avidez, hay que disfrutarlo todo a pequeños sorbos. Ha sido elegida, se le dará alcance.” Aquí inicia Johannes la domadura erótica de la desconocida de la que en ningún momento duda que se verá atrapada por sus fantásticas dotes para las artes de la seducción.»

–Soy un autor religioso. He vuelto para encontrarme a mí mismo, para cumplir con mi obligación, expiar la culpa de mi padre y seguir los pasos de Jesucristo, y lo único que interesa en estos tiempos es el seductor.

Se vio a sí mismo con el traje de Leander en el gran espejo de la pared y empezó a desvestirse. Una vez que se había quedado a solas con su padre, éste le había descrito las enfermedades y los horrores que caerían sobre él si se masturbaba. Y él había salido corriendo hacia su habitación, presa de la excitación. Había recordado al hechicero que tienta a una doncella y despierta su deseo. Ella disfruta de la imagen de su cuerpo desnudo en el espejo y sabe que está perdida sin las caricias de un hombre. La prohibición despierta el deseo. Él también se excitó extrañamente al ver su propia desnudez, y el deseo se propagó ardiente por todo su cuerpo. Contempló con una mezcla de asco y deseo la imagen que a ratos era él mismo y a ratos se transformaba en provocadoras mujeres con nombres increíblemente exactos. Regine. Cornelia. Emma. Ofensivas. Voluptuosas. Entregadas. Una risita ahogada y estertórea.
Se quedó helado.

Una noche había abierto la puerta del dormitorio de su padre y la había vuelto a cerrar rápidamente. Los ojos inyectados de sangre de su padre. El miembro erguido. El movimiento agitado de la mano. La risita de disculpa de su padre.

El padre al que honraba y temía más que a Dios, y al que amaba, se tambaleaba. Un anciano decrépito y lujurioso que apenas era capaz de llevar a buen fin su acto.


MILLE E TRE

–¡1003! –susurró Keiko cuando abrió la cantina del Instituto–. ¿Agua?
–Sí, gracias, y un emparedado de mortadela con gelatina y otro de cerdo asado –dijo Emma con una sonrisa en los labios.
–¡El número tres es lo más!
Keiko dejó una jarra de agua sobre la bandeja de Emma.

Emma se imaginó a los mil tres amantes de Keiko puestos en fila y desnudos, y se le escapó la risa. En breve se podrían almacenar con fotografías y todos los datos personales mediante códigos binarios en menos de una milésima de miligramo de ADN sintético, y conservarlos durante aproximadamente tres mil quinientos millones de años. Gracias a la tecnología de secuenciación y a una nueva estrategia desarrollada para codificar mil veces más datos de ADN que hasta ahora, se podría codificar la información del ADN en setenta mil millones de copias. La biología sintética era capaz de reinventar la naturaleza y al mismísimo ser humano a través del ADN. La densidad de los bits no tenía parangón: 5,5 petabits o un millón de gigabits por milímetro cúbico. Y luego el ADN era estable a temperatura ambiental, no como las holografías cuánticas y demás medios experimentales, supeditados a temperaturas extremadamente bajas y a la energía que podían enterrarse en un desierto o en un jardín trasero y permanecer allí 400.000 años más. Era exorbitante, pensó Emma. Pero mil tres tampoco era un número desdeñable.

–Es director de teatro. Participo en su último espectáculo. Tienes que venir a verme. Actuamos cada noche a partir de hoy.

Keiko era de Vemb e hija adoptiva. Su delicado aspecto, que tenía cierto toque de origami y cerezos en flor, contrastaba enormemente con su pronunciado acento de Jutlandia Occidental. Ella llevaba albornoz, no kimono. No tenía ni idea de quién era Yukio Mishima ni Yasunari Kawabata, y aunque tal vez asociara las flores del cerezo con la belleza y el origen de las cosas, desde luego no lo hacía con la breve floración de la fuerza vital ni con la melancolía con que el viento arrastra, uno por uno, los blancos pétalos hasta el suelo. A diferencia de Emma, Keiko no soñaba con que, al igual que la breve floración de la sakura, se consumiría en un solo esfuerzo extraordinario, que actuaría con vehemencia y pureza, sin pensar ni un instante en su destino que era, en definitiva, el de perecer. Keiko aparecía constantemente en Facebook: allí podía comprobar que existía; allí había fotos de ella en el parque de Kongens Have, en Glyptoteket, al sol en un café del barrio de Nyhavn; allí estaba rodeada de gente interesante, divertidas amigas y nuevas conquistas; allí narraba con desgarro sus experiencias y pensamientos más íntimos. Era la sinceridad personificada, no tenía secretos para nadie. Keiko disfrutaba de la vida sin reparos y poseía una capacidad descarada e innata para relacionarse con la realidad.
A Emma le hubiera gustado ser como Keiko, pero había un muro invisible entre ella y la realidad. Como si no pudiera recuperar el oído sin antes perder la sordera. En el fondo prefería estar sola. Se sumergía en su trabajo, se perdía en los libros, concentraba toda su atención en un tiro y se olvidaba de la hora, del lugar y de sí misma. De no haber sido por el pequeño aviso que sonaba cada día a las diecisiete horas para recordarle que la jornada laboral había concluido, difícilmente habría abandonado el Instituto hasta bien entrada la madrugada. Y sin embargo el día no había transcurrido de manera tan regular como de costumbre.
Ya desde primera hora de la mañana había estado algo menos absorta de lo habitual en los ensayos de control con ratones que había emprendido en el sótano. Distraída. Inquieta. Su cuerpo ardía de un modo extrañamente púdico, como cuando su madre la había sorprendido con la flauta soprano entre las piernas. Delicioso, aunque para ser sincera, era un poco demasiado fina, sólo le servía la embocadura, el resto no lo notaba.
Se había masturbado varias veces a lo largo del día, sin que por ello consiguiera concentrarse. Se había acordado de un joven que se enamoró de una poetisa sueca mucho después de que ella muriera la Noche de San Juan de 1923, en la cabaña de la familia en Karelska Näset. El joven estaba convencido de que ella era el amor de su vida y se suicidó cuando entendió que era un amor imposible.
Emma tenía la misma sensación con Søren. Desde la primera vez que lo leyó supo que lo quería. Para ella no sólo se trataba de una unión espiritual, tenía ganas de él, lo deseaba, quería sentir su cuerpo contra el de ella, rodear sus caderas con sus piernas y obligarle a penetrarla, tal como Keiko hacía en las fotos que tomaba de sí misma y de sus amantes. Y Emma no tenía ningún escrúpulo en cuanto al espacio que separaba su tiempo del de Søren. No significaba nada. Para ella la separación entre pasado, presente y futuro no era más que una ilusión, por muy pertinaz que ésta fuera. Todo el tiempo existe a la vez. Sencillamente el mundo objetivo no es, sino que sucede. Y al fin y al cabo, él existía. Tenía treinta y tres años, era apasionado, un erotómano excepcional. En su piso. Ojalá pudiera seducirlo.
Emma se sonrojó sólo con pensarlo. Tal vez era demasiado directa. La seducción está en la ambigüedad. Además, él había tenido ganas de escribir una disertación sobre el suicidio. Keiko sí sería capaz de seducirlo con su ligereza.