EL SILENCIO DE LA NOCHE
Oscar K. 



1.
Esperó a que se apagaran las luces en la habitación de Rosa y entonces cruzó el patio, tomó las escaleras de servicio que utilizaban los sirvientes y se encerró en el piso. Ya no recordaba su propio nombre, pero mientras fue Don José siempre utilizó la escalera principal.

Don José era un vagabundo en el mundo de la literatura, errara por las orillas del Indus en compañía de Calidaza, siguiera los pasos de Chandler por la avenida North Bristol o cruzara los mares a bordo del São Bento en compañía de Camões. Amaba los libros y se regocijaba al pensar.

Ahora, sus ojos eran débiles y su cerebro un desierto para el olvido salpicado de pequeños oasis de memoria. Le resultaba difícil reconocer a la gente y se veía obligado a utilizar una fuerte lupa para leer.

El aire estaba saturado de humedad. La neblina velaba el recuerdo. No sabía qué hacía allí. Se miró las manos. Estaban negras de ceniza y olían a humo.

Rosa había olido a humo. Rosa era larguirucha y flaca, ajada por el trabajo, la desgracia y la inteligencia. Era garbosa y amargamente áspera, rompía todas las leyes y convenciones. Despreciaba los convencionalismos sociales pero mostraba una cierta ternura hacia los seres desamparados. La obra de su vida.

Estaba a punto de terminar la obra de su vida, pero no lograba recordar en qué consistía.

En su mente apareció la imagen de unas cabañas, pequeñas casas enjalbegadas muy pegadas las unas a las otras, incoloras. En una esquina, al lado de un saúco, un chico cantaba. Supo en seguida que unos hombres graves se llevarían al chico, que lo conducirían a unos edificios de piedra oscuros donde recibiría el sobrenombre de venerabilis, el venerable.

Entonces la imagen cambió, y vio a un hombre sentado a una mesa pintada de azul en una casa fresca y amplia. Escribía. Una fuente que se encontraba en un patio cerrado cerca de allí enviaba su sonido plácido y refrescante al escribidor. Escribía con parsimonia y seguridad, de derecha a izquierda, sobre “La destrucción de las destrucciones”. Un hombre que recibiría muchos nombres.

Sin embargo, la memoria le fallaba. No alcanzaba a recordar ni uno solo, pero sí recordaba a la monja Adelarda que en el siglo XI había signado una trascripción y se había dibujado a sí misma en el margen izquierdo. De pronto volvió a encontrarse en medio de un borroso desierto del olvido.

El humo que salía de las chimeneas en lo alto del edificio se hundió en el patio envuelto en la oscuridad. Se oyeron gritos provenientes de la calle de Atocha, el claxon de un coche se mezcló con el estrépito. En el taller del impresor, las máquinas trabajaban a golpes monótonos. La bruma se deslizaba por las ramas desnudas de los árboles en los jardines traseros, pendiendo en gotas condensadas de las tuberías que corrían por debajo del cobertizo que resguardaba unos altos contenedores que contenían tinta de imprenta y negro de humo de la intemperie. En casa del paragüero brillaba una bombilla desnuda sobre la mesa. A través de una ventana empañada pudo ver al maestro inclinado sobre la mesa, esmaltando las telas desplegadas de los paraguas que ponía a secar en lo alto, colgados bajo el techo como grandes murciélagos. Pronto saldría el oficial panadero a por leña para el horno.

A veces, cuando Doña Isabel todavía ofrecía banquetes, se había visto obligado a esperar allí hasta altas horas de la noche, hasta que las chicas lo hubieran recogido todo y las luces se hubieran apagado.


LA CASA

La casa, un palacete de mediados del siglo XIX, había sido construida para servir de residencia de invierno de un general y su familia. Se entraba por una puerta cochera que daba a un zaguán donde, a la izquierda, una escalera ancha de mármol conducía a la zona de vivienda que, a partir de la planta principal, ocupaba tres pisos, todos ellos con balcones que daban a la calle de Atocha. La cocina, los salones y el comedor se encontraban en el primer piso, la biblioteca, los baños y los dormitorios en el segundo y el secadero y las habitaciones de la servidumbre en el tercero. El patio daba acceso a la planta baja que albergaba tres apartamentos menores, originariamente acondicionados como vivienda del portero y oficinas, pero que ahora formaban parte de los talleres arrendados del patio.

El padre de Doña Isabel, Don Hernando, le había regalado el edificio cuando Doña Isabel cumplió veinticinco años. Después de la fiesta de cumpleaños, Don Hernando le había hecho firmar una serie de documentos y le había comunicado que al día siguiente partiría hacia Argentina para visitar el pueblo del que provenía. Le volvió a desear un feliz cumpleaños, le dio las buenas noches con un beso y se fue a la cama.

Fue la última vez que Doña Isabel vio a su padre. Dos meses más tarde llegó la noticia de su muerte. Habían encontrado el cadáver de Don Hernando en la pampa, no muy lejos de su casa paterna. Se había pegado un tiro con una escopeta de caza. En una carta escueta dirigida a su hija, Don Hernando revelaba la razón de su suicidio, problemas de próstata, y le deseaba lo mejor para el futuro. Del testamento de Don Hernando se desprendía que el futuro económico de Doña Isabel estaba asegurado, pues era la heredera única del imperio ganadero Hacienda Hernández, S.A. que, además de ser el mayor exportador de carne de Sudamérica, controlaba la mayoría de las cooperativas ganaderas y poseía prácticamente la totalidad de los grandes mataderos.

Si Don Hernando había incluido un elefante en el escudo de su empresa en lugar de un buey, se debía a que sentía una gran simpatía por un animal que, al notar que la hora de su muerte se aproximaba, se dirigía por su propio pie a la tumba. Siempre había sido un hombre sencillo pero práctico y Doña Isabel comprendía perfectamente su decisión de no seguir viviendo si tenía que hacerlo como un viejo idiota en pañales. Doña Isabel no lloró la muerte de su padre, aunque no desaprovechó ninguna ocasión para vestirse de negro y cubrirse con un velo. Le resultaba excitante advertir las miradas de los hombres: tan joven y... ¿viuda?

En realidad, Doña Isabel no servía para ser infeliz. A los siete años perdió a su madre y, sin embargo, nunca la echó de menos. La madre había muerto de tuberculosis, pequeña y delgada, sentada al sol invernal envuelta en una manta. Don Hernando había visto por primera vez a su futura esposa una noche, en un teatro de variedades. Formaba parte del coro y, por aquel entonces, su tos ya era preocupante. Sin embargo, poco le importó a Don Hernando esos hilillos de sangre y se casó con ella tres días más tarde. Se llamaba Clara y tenía muchos apodos, pero a partir de entonces se convirtió en Doña Clara. Su gran sueño siempre había sido llegar a ser bailarina clásica. Por tanto, Don Hernando acondicionó una antigua sala de esgrima, instalando en ella grandes espejos y barras a lo largo de las paredes, y contrató a un profesor de ballet ruso para que le diera clases. Hizo que un pintor la retratara, 3,5 x 5 metros, 16,5 metros cuadrados de Clara como Giselle a la luz de la luna, y colgó su retrato en el vestíbulo, a pesar de lo cual la tos de Clara siguió empeorando. La envió a los médicos más prestigiosos de la época y a los mejores sanatorios y balnearios, creyendo poder observar una mejoría, Doña Clara nunca había tenido mejor aspecto, aunque en realidad no hacía más que empeorar hasta que, finalmente, su cuerpo ya no pudo resistir más.

Tras la muerte de su esposa, Don Hernando volcó todo su amor sobre la hija que habían tenido. La idolatraba, la colmaba de regalos y le consentía todos sus caprichos. Isabel, indignada porque no podía llevarse al padre al colegio, pues una monja le barraba el paso, lo convenció para que la sacara de allí. A partir de entonces, él mismo le impartiría las enseñanzas indispensables, con lo que la pequeña Isabel era capaz, a los ocho años, de determinar, con un margen de error de más menos dos kilos, el peso de una vaca adulta, de sumar y restar, multiplicar y dividir y así calcular porcentajes, y de leer los titulares más importantes de los periódicos. Don Hernando le compraba los vestidos más caros, la llevaba a los restaurantes más distinguidos y permitió que bebiera licores dulces y champán desde los nueve años. A los dieciocho años, Isabel se sacó el carné de conducir y su padre le compró un coche deportivo. La joven asistía a la terapia de un psiquiatra, jugaba al tenis y tomaba clases de equitación, todo ello sin destacar en ninguna de las disciplinas. Cambiaba de caballo cuando éste la había tirado al suelo un par de veces, de profesor de tenis cuando el hombre se volvía demasiado impertinente o se le acercaba demasiado y de psiquiatra cuando empezaba a aburrirse.

Sin embargo, tras la muerte del padre, Doña Isabel decidió aprender alguna cosa por su propia cuenta. Echó un rápido vistazo al diario y se decidió. Por el tango. Veintidós lecciones de este baile erótico y consejos para la celebración de veladas de tango en casas particulares de tamaño mediano.

A partir de entonces, Doña Isabel tendría que llevar la casa ella misma. Arrendó los talleres del patio a un encuadernador y su hijo y a un paragüero polaco interesado en móviles y en juguetes mecánicos que leía libros sobre los derviches danzantes. E insertó un anuncio en el diario requiriendo servidumbre en el que ofrecía habitación propia, una buena paga y condiciones ventajosas a cambio de aplicación, lealtad y una reputación decente certificada por una recomendación.

El primero que apareció en la calle de Atocha fue Tommaso, el Italiano. Doña Isabel abrió la puerta.

-¿Está buscando un cocinero?- dijo Tomaso que llevaba gabán y sombrero, como un caballero hecho y derecho.

-¿Sí?- respondió Doña Isabel sin dejar de mirar con cierta curiosidad el canario encerrado en la jaula que Tommaso sostenía en la mano.

-Soy cocinero. De Custoza. Mi madre es Sophía, La Fornarina, mi padre Luigi Bomba, el Anarquista. Puedo empezar ahora mismo.

Doña Isabel lo miró, de repente algo desconcertada y prorrumpió en una risa.

-¿Y el pájaro?- rió.

Tommaso alzó la jaula en el aire y contestó:

-Viene incluido.

La siguiente en llegar a la casa fue Rosa, o mejor dicho, llegaron las dos: Rosa y su hermana Lulú. Lulú poseía unos dones excepcionales. Ya desde que fuera una niña había gustado de bailar descalza en el muelle de Sète desde donde disfrutaba de vistas a los bancos de mejillones. Tenía una frente alta y despejada y unos ojos brillantes. A los dieciséis años se marchó a Madrid junto con su hermana Rosa que había conseguido colocarse en casa de un director de colegio, viudo y firme partidario de la Casa Real y de Primo de Rivera. Lulú fue admitida en el teatro donde empezó a bailar sobre el gran escenario desde el primer día. Se cortó el pelo al estilo garçon y pronto empezó a mantener relaciones amorosas con los crápulas más crápulas de la alta sociedad. Rosa limpiaba, hacía la colada y cocinaba. Fue entonces que Lulú se cayó. Su rodilla se desgarró y tuvo que adquirir un bastón. Se pasaba el día en la habitación de Rosa, recibiendo visitas de jóvenes caballeros cuando el director de colegio estaba fuera y Rosa hacía la compra. Su frente seguía tan embriagadoramente lisa y despejada como siempre y sus ojos brillaban. Rosa era testigo mudo de los escarceos de la hermana, aunque no le gustaba nada lo que veía. Y un buen día, de vuelta del mercado, se encontró a Lulú sentada en las escaleras en frente de la casa con sus dos maletas de mimbre y un gatito tuerto que le había regalado un admirador en el regazo. El director de colegio había vuelto a casa de improviso y no había dudado en ponerla de patitas en la calle inmediatamente. Y Rosa haría bien en no aparecer por allí nunca más.

Así pues, solicitaron el puesto de sirvienta en casa de Doña Isabel. Juntas. Doña Isabel echó una mirada al bastón de Lulú. Rosa prometió que trabajaría por dos.

Doña Isabel adquirió un vestido negro de talle alto y profundas aberturas que le llegaban hasta los muslos, un agraitte o toca provisto de un velo diminuto y zapatos puntiagudos de tacón bajo. Al día siguiente acudió a su primera lección de tango, olvidándose por completo de la cita que tenía con el psiquiatra del que ya empezaba a estar aburrida.


II
Desde su posición en el patio, Don José veía, como en un teatro de sombras chinescas, las siluetas deslizándose delante de las grandes ventanas de los salones iluminados. La luz amarillenta llameaba detrás de las sombras en una danza del fuego centelleante. Don José tenía los dedos entumecidos, como si los hubiera tenido en agua jabonosa durante demasiado tiempo. La brisa del anochecer se metía por su nariz con la misma humedad ahumada que recordaba del taller de cocción de Tasi Lun.

Era oficial en el taller de Tsai Lun... así era. Había estado con los brazos metidos hasta los codos en el agua de la tina de piedra de la sala abierta de depuración, dejando que la pasta de corteza se escurriera entre sus dedos, una pulpa pegajosa de fibras deshilachadas, mientras Tsai Lun removía con unos largos palos blancos el contenido de las tinas de cocción, tiras de corteza que desfibraba hirviéndolas sobre unos fogones que había en el suelo.

Tsai Lun le hablaba de Quin Shi Huangdi, el emperador que pretendía acabar con el cisma intelectual y político del reino, cuando el conflicto estaba entre el camino a lo inconfesable y al amor al equilibrio y al pasado, entre las enseñanzas de Lao Zi y las del maestro Kong. Quin Shi Huangdi ordenó la quema de todos los libros de álamo y de bambú y de los grabados ji y sepultar en vida a cuatrocientos sesenta eruditos. Se prohibieron las colecciones de libros y archivos privados y tan sólo se conservaron algunos volúmenes sueltos sobre agricultura, adivinación y medicina.

Por la mañana, temprano, Tsai Lun y él habían seguido el sendero que bordeaba el río a fin de recoger la corteza de las moreras. Había refrescado, los campos estaban mojados, la lluvia había cesado. Las frías hojas del árbol wu-t’ung del pozo susurraban en el viento y se escuchaban los golpes otoñales de una vara blandida por alguien que hacía la colada.

-Mee Ling- dijo Tsai Lun. –Antes fue cantante, ahora es la esposa de un navegante.

Sin embargo, el marinero partió y jamás volvió al lugar. Resulta difícil mantener una cama vacía.

Habían triturado la corteza con piedras planas, la habían amasado y cocido hasta convertirla en una pasta suave sin que apenas llegaran a intercambiar una sola palabra entre ellos. Más tarde extendieron y fijaron telas en unos bastidores que luego sumergieron en el engrudo enfriado y colgaron a secar en los armazones que había fuera.

Próximo el atardecer, Tsai Lun hizo un gesto de satisfacción con la cabeza y empezó a despegar los pliegos de papel secados, una a una fue desprendiendo las hojas grisáceas de las telas para luego depositarlas sobre la mesa donde serían prensadas.

La mujer del navegante lo había estado esperando delante de la pagoda azul, la pálida mano estirada y la cara empolvada de color rosa.

Una paloma se posó con un aleteo en la tabla que había bajo el tejado. El momento es fugaz, pensó Don José. El experimento peligros, el juicio arduo.

Un siglo y medio después, las hogueras de libros de papel ardieron delante de la gran biblioteca de manuscritos de Quinlong que guardaba siete copias caligrafiadas de cada uno de los diez mil títulos distribuidos en cuatro salas: historia, clásicos, filosofía y literatura. Este mismo emperador, que había coleccionado enciclopedias y antologías en un volumen jamás visto, prohibió doscientos treinta y una obras. Hizo que sus bailes acopiaran escritos mediocres que contuvieran críticas al régimen o ideas heréticas exentas de tradición y ordenó que realizaran registros domiciliarios, incitaran a la denuncia a cambio de una recompensa y castigaran sangrientamente a aquellos que tuvieran libros prohibidos en su poder. Ardieron dos mil trescientos tomos y los autores indeseados y sus familias fueron condenados a muerte o desterrados.

El maestro paragüero canturreaba conjuros en su taller, y el aire se tornó frío por la llovizna hasta casi alcanzar la helada.

El aire era frío. Do José alzó la vista hacia las ventanas, sus ojos lagrimeaban y las figuras danzante se volvieron borrosas como los trazos sombreados de las puertas correderas revestidas de papel.


EL SECRETO DE DOÑA ISABEL

Doña Isabel era una mujer decidida y lenguaraz. Pocos meses después de la muerte del padre, las preguntas y demandas del consejo de administración de Hacienda Hernández, S.A. y la jauría de pretendientes que se apiñaba alrededor de la heredera vestida de negro se habían vuelto tan importunos que Doña Isabel juzgó que había llegado la hora de hacer una declaración. Tenía la intención de casarse en cuanto hubiera concluido las memorias que se disponía a escribir.

Y a pesar de que los editores no sabían que Doña Isabel ni siquiera sabía escribir, hacían cola por hacerse con los derechos exclusivos sobre sus memorias que todavía no existían. Exceptuando el título. El libro, que era esperado con la mayor expectación, se llamaría “Mi vida”.

-La verdad es que no soy muy veloz escribiendo- le confió a Lulú que estaba sentada con el gato tuerto en el regazo. – Y por tanto, puede llegar a pasar mucho tiempo hasta que pueda casarme.

No obstante, tomaba algún que otro apunte en una pequeña libreta sobre esto y aquello. Cuando se acordaba.

Lulú encontraba los apuntes de Doña Isabel tanto osados como entretenidos y puesto que ella leía la prensa rosa y estaba al día con lo que sucedía en la alta sociedad, le propuso a Doña Isabel que incluyera a algún político o artista conocidos, o una princesa italiana, aquí y un rumor escandaloso o un entierro de alto copete allá introduciendo, además, en la libreta de Doña Isabel un cocker, y eso a pesar de que no le gustaban los perros.

Doña Isabel tardaba en concluir sus memorias, había un par de párrafos que no le había mostrado a Lulú, pues temía ofenderla. Doña Isabel tenía un secreto.

En el mismo instante en que entró en la consulta y vio al profesor que parecía demasiado grande para el sillón en el que estaba sentado, supo que terminaría las memorias cuanto antes mejor.

Doña Isabel había oído hablar de él en el lavabo de mujeres del Ritz: catedrático, el doctor Olvidado, el psiquiatra más prominente de la ciudad. Blanche de Clermont había dejado que su mirada de Clara Bow se deslizara desde el espejo de su polvera hasta el espejo de la pared.

-Despierta en mí las ansias más profundas de abrirle las puertas de mi subconsciente.

Se miró embelesada al espejo mientra se recolocaba el tirante del vestido. El vestido color albaricoque de crepe Georgine se ceñía a su cuerpo amorfo y fantasmal.

-Él sí me entiende. Podría confiarle todos mis secretos.

Doña Brabál asintió con la cabeza. Tan inteligente, un verdadero hombre de letras. Personalmente, su experiencia con el profesor era más que buena.

-Y es tan encantador. Reconoce tu perfume al instante- rió.

-Sakountala, y luego están esos Chabrillan, Nirvana, la condesa, Le Fruti Defendu Niní, ¿a que sí, Niní?

Niní, una chica alta y delgada de aspecto de beata de unos veintitantos años sonrió enigmáticamente.

-Un hombre maravilloso- susurró Blanche de Clermont.

Y en eso tenía toda la razón del mundo, pensó Doña Isabel mientras buscaba con la mirada un sofá que no encontró para sentarse. El profesor, que rondaba los cuarenta, era cautivadoramente torpe y mal vestido. Se respiraba una atmósfera cálida y a la vez melancólica en la estancia que más que una consulta psiquiátrica parecía un cuarto de estudio.

-Buenos días- dijo Olvidado.

Doña Isabel se presentó:

-Isabel Hernández.

- ¿No quiere sentarse?

El profesor se liberó del sillón y tomó asiento torpemente sobre una pila de libros que se amontonaba en el suelo.

-Bien, mi nombre es José. Pero eso supongo que ya lo debe haber adivinado- le dijo casi disculpándose. –Me refiero a que se habrá fijado en el letrero de la puerta, digo yo.

Doña Isabel no se había fijado.

Don José la miró expectante. El silencio desconcertó a Doña Isabel ligeramente y pensó que debía decir algo. Estuvo considerando si debía decir que padecía de histriomanía. Había encontrado la palabra en una enciclopedia que su padre por error se había dejado endosar por un vendedor ambulante. Su pasión era interpretar papeles, pero no en el teatro, con otros actores, sino entre la gente normal y corriente.

Estaba sentada en el sillón con las piernas juntas formando una diagonal con respecto al suelo, en medias de seda de color miel y las manos inquietas en el regazo.

O tal vez podría hablarle una experiencia de la infancia de índole sexual que haría ver que le acababa de venir a la mente. ¿O quizá un sueño? Doña Isabel era genial inventándose sueños.

El pequeño velo que caía del sombrerito hacía las veces de barrera defensiva entre ella y el psiquiatra que sentado sobre su pila de libros se entretenía leyendo en un tomo encuadernado en cuero.

Doña Isabel estaba acostumbrada a que la gente le prestara toda su atención. En las fiestas y banquetes que celebraba en su casa solían abundar los hombres que le hacían la corte, exaltando su sabiduría, elogiando su belleza y bebiendo su champán. El profesor ni siquiera había hecho una leve alusión a su perfume.

-No usa perfume, Usted- dijo de pronto sin por ello levantar la vista del libro que estaba leyendo. Parecía haber adivinado sus pensamientos.

Entonces Doña Isabel se decidió por escandalizarlo. Le haría cómplice de su secreto.

-Soy una taxi girl- le espetó en voz alta y clara mientras se incorporaba en su asiento. –Por las noches bailo por dinero en “El oso y el madroño”. Cinco bailes por diez pesetas.

-Aha- dijo el profesor que había llegado al párrafo en el que Ulises vuelve a casa y se reencuentra con su perro. Éste está tendido sobre un montón de boñigas, lleno de pulgas, moviendo a cola y agitando las orejas, pero incapaz de acercarse a su amo. De niño, Olvidado acostumbraba a acompañar a su padre de caza por las montañas con el sabueso Aros, un perro bello y despierto. Comprendía la emoción de Ulises perfectamente. Apenas el perro ha reconocido su amo tras veinte años de ausencia cuando la muerte lo arranca de su lado.

Doña Isabel se había quedado estupefacta, incapaz de pensar con claridad. Para muchos ella era un enigma, una figura espectral de ojos neuróticamente vivarachos y una indolencia casi febril que se trasladaba a sus miembros. Tanto hombres como mujeres se enamoraban de ella y de su fortuna y los rumores de aventuras amorosas indecentes y estrafalarias y de vergonzosos sucesos en la casa de la calle de Atocha corrían por toda la ciudad.

Doña Isabel tenía constancia de dichos rumores a través de las chicas de “El oso y el madroño” que no sabían que ella era la mismísima Doña Isabel si no que creían que se llamaba Anita y que trabajaba de dependienta en unos grandes almacenes. ¿Había oído el profesor estos rumores? ¿A lo mejor ni siquiera le caía bien?

-Huele Usted muy bien- dijo el profesor. -¿Le importaría que me acerque para bailar con Usted esta misma noche? ¿Me ha dicho cinco bailes por diez pesetas, si no recuerdo mal?

Eran sobre todo dependientas, un par de empleadas de hogar con la noche libre y oficinistas de bufetes de abogados y despachos que trabajaban en “El oso y el madroño”, una sala de baile situadas en un callejón cercano a la Puerta del Sol. Las chicas llegaban a eso de las doce y media y antes de empezar, se arreglaban y se enganchaban el número que les correspondía al vestido. Doña Isabel, o mejor dicho, Anita, tenía el número siete. Se empolvó las piernas, las medias de rayón brillaban de una manera tan desagradable, y se pintó los labios de color rosa. Luego le dio un viaje con saliva a las pestañas y se pintó los ojos con un lápiz; echó un vistazo a la sala.

Don Agustín, un hombre triste de piel cetrina, estaba sentado cerca de la puerta apilando talonarios sobre la mesa, al lado de la caja. La pista de baile, vacía y envuelta en una luz amarillenta, estaba rodeada de una pequeña tarima y una balaustrada donde se apiñaban las chicas, esperando a que las sacaran a bailar. Sobre la barra había un tocadiscos que pertenecía a Don Agustín de la marca His Masters Óbice, con manivela y bocina de latón, y una pila de discos antiguos de Angel Villoldo, Aldredo y Flore Rodríguez de Gobbi, así como todos los de Carlos Gardel.

A la una en punto, todas las chicas estaban sentadas en sus asientos, listas para bailar, y Don Agustín puso “La morocha” en el tocadiscos y abrió las puertas de la sala. Los hombres que habían estado esperando fuera, pasando frío bajo el rótulo de neón “Salón de Tango”, se dispusieron en una cola delante de la mesa.

El profesor Olvidado compró un talonario entero para poder bailar con la número siete toda la noche.

-Aquí me llamo Anita- le susurró Doña Isabel al oído cuando él se le acercó.

Doña Isabel estaba mucho más contenta de lo que se había imaginado de verlo.

-De acuerdo, muy bien- dijo el profesor, - Anita es un nombre sugerente. Tal vez debería hacerme llamar Jean. ¿Bailamos?

Como si se tratara de una confesión desvergonzada ella exclamó:

-Oh, me encanta el tango.

Bailaron. El cuerpo de ella se sentía ágil entre los brazos de él. Empezó, cauteloso, con unos pasos de baile sencillos. Pie izquierdo atrás, pie derecho al lado, vuelta con el izquierdo en siete y medio, vuelta con el derecho en siete y medio, giro, paro. Pie izquierdo atrás, atrás, cruzar, vuelta, siete y ocho. Se percató de su habilidad, hizo de tripas corazón y se lanzó rindiéndose al ritmo. Ella lo seguía, sometiéndose a su voluntad, adivinando sus variaciones. Sus ojos escondían una sonrisa burlona, a la vez voraz y sensual.

Tras unos cuantos bailes más, ella le pidió que la acompañara al lavabo de señoras. Le mostró su cuerpo en el espejo.

-¿Soy fea?- le preguntó.

Acto seguido volvió a dirigirse a la pista de baile.





III

La helada rompía el aire. Las palomas rasgaban la cornisa de zinc con sus garras. Como pinceladas sobre papiro, pensó Don José. Se encontraba en una calle sinuosa desde donde podía ver el faro en la entrada del puerto. No... era Pije, el escribano, quien podía ver el faro... El aire era húmedo y helado y sus sienes ardían de frío.

Pije volvía a casa de la biblioteca del Museo. Una brisa cálida le golpeaba el rostro. El aroma de pan recién hecho. Un grupo de músicos ciegos pasaron por su lado, en dirección al palacio. Las copias recién manuscritas ya habían sido entregadas a bordo del barco a Atenas.

El mismísimo Tolomeo había dado la orden. Envía las copias y deja que los atenienses se queden con el dinero. Hizo llegar a Atenas una petición para que le prestaran los ejemplares oficiales del Estado de las obras de los tres grandes trágicos para su reproducción y había abonado una fianza exorbitante. Sin embargo, las trascripciones suelen estar plagadas de errores, eso lo sabía. La trascripción es evolución, una desviación modificada. Y los filólogos exigían primeras versiones.

Pije había oído hablar del rey asirio Assurbanipal que reunió miles de tablillas de barro secadas al sol y cocidas que contenían textos de índole religiosa, lexicológica y literaria y que guardaba en cestos sobre un sinfín de estantes. Aristóteles había comprado libros por ochocientos talentos para la escuela de filosofía “Lykeion” o Liceo y, según dicen, la biblioteca de Pérgamo escondía más de trescientos mil rollos, aunque nada podía medirse con la biblioteca del Museo. Tolomeo pretendía reunir toda la literatura griega en Alejandría.

Durante doce años, Pije se había dedicado a tallar plumas de caña, a morder las puntas hasta convertirlas en pequeños pinceles y a inscribir caracteres griegos sobre papiro y tablas de caliza. Las palabras importantes en tinta roja, las demás en tinta negra. Sus hombros y nuca estaban entumecidos. Todavía le faltaba el final de la epopeya sobre el rey de Itaca.

Un perro ladraba en algún lugar.

Un mar de voces dieron la bienvenida a Pije en el puerto. Griego y macedonio mezclados con árabe y... español. “3-1 a favor del Real Madrid. ¡Hemos vuelto a ganar!” Volvieron a ondear las banderas en la calle de Atocha. Los gritos llegaban hasta el patio. Bocinas. El oficial panadero que había llenado el cesto de la leña se detuvo por un instante.

-¡Otra vez ese Puskas, -se rió, -vaya con el maldito Puskas!

Pije estaba estirado sobre su estera mirando el cielo. Cerró los ojos. En su interior vio la imagen de su hermana. Yacía a su lado con los ojos cerrados. Pero no dormía. Pije acarició su cuerpo delgado, los pájaros tatuados en sus pechos, su seno blanco y liso. Entonces se durmió.
Don José recordaba una frente blanca y lisa. Soñaba que la biblioteca ardía en llamas. Marco Antonio había despojado la biblioteca de Pérgamo de doscientos mil tomos que luego había regalado a Cleopatra. Primero un incendio insignificante, luego uno devastador. Quinientos mil rollos, originales y trascripciones de trascripciones de trascripciones desaparecen en la noche egipcia. Descripciones de las diversas regiones de la tierra, obras de geometría y cosmología heliocéntricas. Los epigramas de Calímaco caen al suelo hechos ceniza.

El pelo de Don José está cubierto de polvo negro. Huele a quemado. A humo. En un repentino destello vislumbra un dibujo en el libro de la muerte de un funcionario, un pájaro de rostro humano que se ha posado sobre una tumba y alza las manos tornadas hacia arriba.

La capa de hielo se concentró sobre todas las superficies horizontales del patio extrayendo la humedad del aire. Don José se estremeció.


CARNAVAL

La mujer que descansaba la nuca contra la puerta separó los brazos ligeramente del cuerpo y abrió las manos envueltas en unos guantes de seda agujereados que le llegaban por encima de los codos. No paraba de hablar. Sus ropas multicolores y desgarradas dejaban entrever un cuerpo maduro y delgado: la parte superior de un seño, una ligera curva bajo el ombligo, el suave cacho de un muslo. Se había maquillado la cara de un color marrón sucio, como una gitana, y sus ojos centelleaban tras el terciopelo del antifaz.

-Mi marido me engaña – murmuró en un tono indiferente.

El oso pardo que estaba sentado en el sillón sacó torpemente un paquete de cigarrillos mientras buscaba una cajetilla de fósforos.

-Y yo le engaño a él.

La gitana soltó una risa áspera.

-Es Usted de gran ayuda, profesor –prosiguió en un tono que se había tornado cálido, a la vez que depositaba un fajo de billetes fragantes de Nirvana sobre el montón de libros más próximo.

-Pero debo marcharme. El gran baile de los artistas y escritores, ya sabe- dijo con media sonrisa.

Al profesor y doctor Olvidado no dejaba de sorprenderle la satisfacción que le mostraban sus clientes. Había estudiado medicina por deseo paterno, no porque el tuviera ganas o sintiera necesidad de ello, ni mucho menos por vocación; él prefería leer libros de verdad y desaparecer. Concluyó sus estudios de medicina de forma mecánica y un expediente mediocre y una tesis sobre el dolor que nadie consideró digno de lectura. Los años que siguieron como médico rural no contribuyeron precisamente a reparar su reputación de galeno. Una supuesta pleuresía resultaba ser una lesión hepática y una tifus degeneraba en una gripe cuando el doctor Olvidado hacía el diagnóstico. Por tanto, decidió adoptar una actitud expectante recetando medicina inocua a base de sirope, bromuro y salicílicos, siempre en pequeñas dosis, dando buenos consejos de higiene y recomendando dietas. Cuando el diagnóstico era sencillo, el doctor no dudaba: viruela, sarampión, pulmonía. Pero, en estos casos, tampoco dudaba la vecina. Al doctor Olvidado le horrorizaba pensar que algún día podía encontrarse ante casos más serios, por lo que, tras un par de años de médico rural, decidió volver a Madrid donde estaba de moda el psicoanálisis. Leyó un par de libros, “Tres tesis sobre la teoría sexual”, “Más allá del principio del placer”, “Interpretación de los sueños”, y se estableció como psiquiatra en una dirección, tres cuartas partes distinguida y una cuarta parte ridícula, de la calle del Prado. Pronto descubrió que sus clientes eran gente acaudalada y ducha en el mundo de la psiquiatría, sorprendentemente rápidos a la hora de detectar síntomas que ellos mismos diagnosticaban. Lo único que, por así decirlo, se le exigía era que estuviera de cuerpo presente.

Al doctor Olvidado le resultaba difícil orientarse dentro de la cabeza de oso. Los ojos estaban demasiado juntos para que pudiera usarlos a la vez. La piel olía atronadoramente a naftalina y emitía una nube de talco cada vez que se movía. Esta noche bailaría con Doña Isabel.

La calle era una casa de locos ensordecedora, llena de caballos adornados de flores que tiraban de elegantes carrozas, de enormes muñecos de bebés, sardinas y payasos sobre zancos. Momo, enfermo de muerte, fue presentado y abundaban los médicos, los pulchinelas y los arlequines. Un chico andrajoso con un zapato rojo en un pie y un cubo en el otro daba saltos mientras se pintaba la cara con un trozo de carbón. Desde los balcones llovía el confeti depositándose en pelucas polvorientas y sombreros abollados y el estruendo de las carracas y de las castañuelas acompañaba las pequeñas orquestas de pífanos y tambores que intentaban abrirse camino a través de las masas, interrumpidas por el estampido de los cañonazos. El doctor Olvidado tuvo que quitarse la cabeza de oso para seguir de pie entre la muchedumbre.

En la editorial, el director literario recibía de prestidigitador, las secretarias iban disfrazadas de taxi-girls, y Doña Isabel tenía aspecto formidable vestida de madroño: llevaba su larga cabellera arreglada en una suerte de nido enredado en ramas de madroño que llevaban bayas anaranjadas y su largo y desnudo cuerpo estaba pintado de color verde oliva mate y envuelto en una gasa transparente parecida a una red de pescar que se ajustaba en nudos aquí y allá. El antifaz de Doña Isabel estaba guarnecido de plumas de pavo real y ella se paseaba descalza sobre las alfombras mullidas de la editorial.

Lulú seguía a Doña Isabel como un apuntador de sombras. Era monja y tenía un aspecto encantadoramente culpable. Cuando los sepultureros de la prensa hacían preguntas, Lulú le susurraba a Doña Isabel respuestas elegantes y ambiguas al oído que ésta se encargaba de transmitir a los periodistas al compás de unos pequeños golpes de cabeza y acompañadas de una risa desvergonzada. Pues Doña Isabel era el despiste personificado. Olvidaba dónde había dejado objetos, dinero, llaves, cartas. Olvidaba citas, aniversarios, caras.

-Esta es la razón por la que escribo mis memorias – solía decirles a los periodistas, convencidos de que se trataba de una broma.

El doctor Olvidado cerró un ojo y miró a través de la cabeza de oso. La mayoría de los invitados llevaban antifaz e iban disfrazados de domadores, marqueses, maestrillas, chalanes, mujeres de vida alegre, marineros o carboneros. Tan sólo los críticos seguían con el rostro desnudo, pálidos y envueltos en abrigos negros. Un poco alejados de los demás, serios, muertos de frío. Sin embargo, saludaban reconciliadores al Madroño que les disparaba parapetada detrás de las plumas de pavo real. El director lo observaba todo mientras se frotaba las manos. Sonreía y se movía como pez en el agua entre republicanos y monárquicos, carlistas y anarquistas, socialistas, socialdemócratas y falangistas, como si todos fueran una misma cosa. El éxito estaba asegurado, no cabía duda.

En la casa de la calle de Atocha, Rosa resoplaba mientras se lavaba las manos en agua fría. Las aletas de su nariz estaban enrojecidas por un resfriado invernal y sabía que el olor a humo seguía enganchado a sus ropas. Le escocían los ojos. Había encendido los hogares de los tres salones grandes, había limpiado toda la primera planta, había provisto los baños de toallas y de pastillas de jabón de tocador Maya y por todos lados había dispuesto jarrones altos con hortensias moradas y azules compradas esa misma mañana en el mercado. Rosa no se había disfrazado. Se roció con agua de rosas, se atusó el cabello distraídamente y aseguró una capa blanca almidonada con un par de horquillas sin siquiera mirarse al espejo, un lujo que había dejado atrás hacía tiempo. Luego se ató el delantal recién planchado alrededor de la cintura y entró en el comedor donde Tommaso estaba dándole los últimos toques al bufete.

Había colocado todas las sillas a lo largo de las paredes, de manera que la larga mesa Cromwell dominaba la estancia sobre el suelo verde grisáceo de baldosas portuguesas. Había dejado la jaula del canario en la cabecera de la mesa, sobre una pequeña tarima que reposaba sobre un bosque de girasoles. Unos pequeños cuencos de color marrón rebosaban de alcachofas, zucchinis marinados, berenjenas asadas con boquerones y tomates rellenos de arroz verde y filetes de lenguado. Sobre unas tablas de madera cubiertas de ramitas de nepitella había distribuido pequeños moldes con pasteles de faisán y sformatinis de setas. Unos boles de cristal mostraban unas ensaladas harto tentadoras: gambas recién peladas con hojas de menta, brócoli y coliflor, y rugetta con champiñones crudos finamente cortados y finas virutas de parmesano. Había fuentes con remolachas rojas envueltas en masa y espolvoreadas de perejil picado, crostinis con hígado de gallo y hojas de salvia, salami de San Daniele, carne de jabalí ahumada, Bresaola secada al aire y pequeños platos de Carabaccia en forma de luna llena aderezados con hinojo. En un par de ollas grandes de hierro forjado humeaban judías blancas al romero y paternostri con guisantes dulces. Sobre unos lienzos había dispuesto panes redondos con olivas y nueces y, en el otro extremo de la mesa, había apilado quesos enteros y partidos por la mitad. En una artesa había mozzarella de búfala en boles de cristal verde; sobre unos lechos de paja, un joven Peccorino de la Toscana y lonchas de Fontina Val d’Aosta; en canastas de mimbre, quesos de Scarmoze ahumados liados de dos en dos con rafia; en un queso parmesano vaciado, Gorgonzola mezclado con Vecchia Romagna; y unos Caprinis en barra, algunos quesos de cabra y un Stracchino blanco y cremoso de Lombardía se alineaban uno al lado del otro con un Aciago de Veneto, un Toma piamontés, un Caciotta de la Cerdeña y un Peccorino Pepato de Sicilia.

¡Qué hermoso!, pensó Rosa posando por una instante una mirada perdida en Tommaso que colocaba un centro de mesa con fruta entre los panes y los quesos y distribuía limones y pimientos rojos y verdes en pequeños grupos sobre la mesa. Tommaso miró hacia Rosa.

El primero en llegar fue el doctor Olvidado disfrazado de oso. Se sacó la cabeza y le dijo como pudo a Rosa, que era quien le había abierto la puerta: ¡agua de rosas! La primera vez que el profesor había estado en la casa había llegado vestido con una chaqueta de esmoquin ajada, de las que habían estado de moda en Argentina antes de la guerra. Había llevado el pelo peinado hacia atrás con brillantina y con la raya en medio y Rosa había creído que se trataba de un cantante y se lo había llevado a la cocina con los demás músicos. Sin embargo, cuando finalmente se descubrió el entuerto, en lugar de unirse a los señores, el profesor se había quedado en la cocina, donde Tommaso le había enseñado a construir una bomba con un percutor y unas latas de conserva llenas de pólvora. A Rosa no le hacía ninguna gracia que Tommaso guardase pólvora en la despensa, junto con la harina y los sacos de especias, pero hacía la vista gorda y remendaba su abrigo cuando Tommaso había pasado toda la noche fuera.

La fiesta celebrada con motivo de la publicación de las memorias de Doña Isabel se prolongó, al igual que la mayoría de las fiestas de la casa de la calle de Atocha, hasta la madrugada. Pícaros y calaveras disfrazados de pajareros, pastores y pescaderos se arremolinaban alrededor del madroño de Doña Isabel. Ella se sintió halagada, bebió demasiado, pero rechazó a todos y cada uno de los cazadores de fortuna sin excepción. Su carnet de baile estaba lleno. Ya había bailado con zapateros, prestamistas y bruceros y toda una fila de negros, pierrots y colegiales hacían cola. Una condesa alemana que iba disfrazada de garçonne en traje de etiqueta contemplaba miraba apasionada el cuerpo de color verde oliva de Doña Isabel a través del monóculo. Y también probó fortuna un oso pardo polvoriento, aunque en vano. Lulú estuvo recibiendo a amantes despechados toda la noche, en el dormitorio de la segunda planta, vecino al de Doña Isabel. Le había sido asignado a fin de evitar las escaleras estrechas que conducían a la tercera planta, donde tenía sus habitaciones la servidumbre.

Hacía horas que Tommaso había abandonado la casa, envuelto en su largo abrigo y con los bolsillos repletos de latas de conserva y detonantes. Rosa lo había seguido con una mirada de inquietud y ahora estaba dedicada a recoger botellas y copas en bandejas que luego resultaban demasiado pesadas de transportar. El doctor Olvidado, todavía envuelto en el disfraz de oso, acudió en su ayuda torpemente, sin dejar, ni por un momento, de maldecir a los pretendientes. Había intentado acercarse a Doña Isabel repetidas veces y todavía estaba a la espera de que se le concediese un baile. Rosa se pasó agotada la mano por la frente.

Cuando el bandoneón, a las tantas de la noche, entonó “La morocha” y Rosa a punto estuvo de tropezar con un par de piernas dipsómanas de condesa que salían de debajo de un sofá, el doctor Olvidado ya no pudo soportarlo más. Con una insolencia sublime echó a los últimos invitados de la casa, ordenó a Rosa que se fuera a la cama y agarró a Doña Isabel de la cintura con su garra y le susurró: “¡Venga, Anita!”

Rosa no tenía ni idea del tiempo que habían estado bailando pero cuando quiso servir el desayuno al día siguiente, a eso de las dos, y descorrer las cortinas del dormitorio de Doña Isabel, se encontró el disfraz de oso en el suelo y tuvo que ir a por una taza para el profesor al que, desde aquel momento, siempre trataría de Don José.

Dos semanas más tarde, Doña Isabel se casó con su nuevo psiquiatra al que instaló en el apartamento de la casa de la calle Atocha.


IV

Las campanas de San Isidro dieron la hora. Llovía. La capa de hielo atraía las gotas convirtiéndolas en cristales. Don José escuchó el susurro de unas alas, un aleteo pesado y regular. Ánsares silvestres.

Cuando era Hwaetberth y todavía niño, los ánsares sobrevolaban las tierras desnudas de Northumberland. Junto a Beda había contemplado el paso de la bandada, había interpretado su vuelo y escuchado los golpe producidos por el aleteo, sonidos nítidos y apagados. Sin más ni más se habían puesto a cantar. Agnus Dei, O, tú, cordero de Dios. Las limpias voces infantiles se contestaban en saltos oscuros y uniformes que se repetían descubriendo las palabras, el ensalzamiento y la plegaria. “Soportaste todos los pecados del mundo. Apiádate de nosotros. Eterno.”

El misacantano del Papa había viajado a Wearmouth para enseñar a los monjes la misa, tal como se cantaba en Roma y tal como se había cantado anteriormente en las sinagogas de los judíos y los monasterios sirios: pasajes proferidos por dos coros, de forma antifonal, entre los salmos y cánticos en las horas canónicas.

A los niños les gustaba cantar y cantaban allá adonde fueran: en los establos, en los campos, aguantaban despiertos hasta las horas completas, helados, cruzaban a la carrera el suelo frío del patio del convento, desde el dormitorio hasta la iglesia. Y cantaban.

Cantaban en la escuela, y el monje Trumberht, el irlandés de talante impaciente, les enseñaba latín y gramática, les hablaba de la naturaleza de las cosas y del origen del mundo, y de países lejanos y de sus gentes que jamás llegarían a conocer. Sus gestos ágiles y su rostro cambiantes, así como la entonación sorprendente de su voz cautivaba a los chicos, pronunciara pasajes de la Biblia, la comedia de Plauto sobre el soldado fanfarrón o la Odisea de Homero que Andrónico había traducido al latín. Ante todo aguzaban el oído cuando el irlandés, en su dialecto vibrante, daba rienda suelta a la lengua y les hablaba del pastor Cadmon que cantó sobre reyes y maleantes, gigantes y mujeres. Los monjes de Whitby lo habían descubierto y lo acogieron en el convento, donde se convirtió en poeta y cantó en honor de Dios tras haberse encontrado con un ángel.

Él nunca había conocido a un ángel. Beda sí, decían los monjes. No quería ni oír hablar de ello. Lo único que deseaba era exaltar a Dios con su canto junto a Hwaetberht.

Sin embargo, en la biblioteca y en la escribanía debía reinar el silencio.

En la biblioteca sólo se escuchaba la vuelta de las hojas sobre los atriles y el agitar de las cadenas de los libros en los estantes de delante. El obispo Benedicto se había traído varios toneles llenos de infolios de sus viajes. Preciosos tesoros y prácticos manuales y breviarios encuadernados que hacían el mismo ruido que las campanillas de un leproso al andar. En los estantes estaban la Biblia de San Jerónimo y las confesiones de San Agustín junto a Boecio, Casiodoro y Venancio Fortunato, mientras que Gregorio y San Isidoro de Sevilla compartían estante con Estrabón, Catón y Varrón. Beda gustaba de leer a Tácito, Plinio y Plutarco, mientras que él prefería a los autores de comedias.

En la escribanía perdían el mundo de vista. Ante el pupitre podían dejar volar la mente al compás del raspeo de la pluma contra el pergamino, anhelar el tiempo en que todavía no sabían leer pero leían aquello que nunca había sido escrito, en las estrellas, las manos, las entrañas, los bailes, las pisadas de las aves en las orillas arenosas de un río. El silencio sólo era roto por el ruido de una piedra de afilar o un suspiro, cuando la mente volaba demasiado lejos y se convertía en magia.

Don José lo recordaba todo: cuando el maestro pergaminero traía las pieles preparadas y ellos las cortaban y tiraban las líneas. Los pliegos en blanco sobre el pupitre. Se miró las manos y se expulsó los restos de ceniza cuidadosamente.

El paragüero había abierto la puerta y su cabeza descansaba contra el quicio, con la mirada puesta más allá de los tejados.


EL VIAJE

“Todo es ilusión menos la muerte”, rezaba una inscripción en la portalada de entrada del cementerio de San Nicolás. Era el uno de noviembre. Las campanas resonaban fantasmagóricamente entre los pórticos enmohecidos. Doña Isabel iba delante de Don José, pálida, vestida de negro y con un velo que le cubría los ojos. Admiraba sus pantorrillas. Los senderos estaban cubiertos de hojas caídas. En los jardincillos crecían la mala hierba libremente, el musgo reptaba sobre las lápidas y los muros se resquebrajaban creando amplias grietas. Los soportales rebosantes se desmoronaban. Los nichos estaban cubiertos de polvo y los cristales rotos, y los ramos de flores marchitos, las viejas coronas y las cintas de seda deslucidas colgaban de ellos de cualquier manera. Doña Isabel encendió una vela del candelabro de hierro fundido que había delante de la fotografía del padre. Entonces llegó la oscuridad. El sepulturero empezó a encender los faroles de los corredores. Las sombras vacilantes de los visitantes se proyectaban en los muros. En uno de los bancos, una pareja de ancianos comía tranquilamente. Ven, le dijo Doña Isabel a Don José, arrastrándole por un corredor bordeado por oscuros cipreses hasta llegar a una tumba desmantelada cuya puerta estaba entornada. En la angosta estancia que olía a humedad y a cal Doña Isabel se apoyó contra la pared, miró a Don José a través del velo tupido y se subió el vestido hasta la cintura.

-Ven- le repitió.

A lo lejos, Don José escuchó la entrada de un tren en la Estación del Mediodía.

Don José había heredado una suma nada desdeñable de los padres, por lo que había abandonado la consulta tras contraer matrimonio con Doña Isabel. Había tantos libros que todavía no había podido leer.

Sin embargo, si alguna vez había albergado la esperanza de gozar de una vida tranquila dedicada a los libros, tuvo que desengañarse rápidamente. Pronto la paz se vio perturbada. No por Doña Isabel, pues ella seguía teniendo los días y las noches ocupadas, y la editorial explotaba su presencia de manera crónica en matinés, cenas de beneficencia y fiestas. Y aun así, ella era la razón de la agitación en la vida de Don José.

Él, que incluso había sido capaz de leer en un tranvía ruidoso y que a menudo había estado tan absorto que había seguido leyendo hasta final de trayecto, ya no lograba concentrarse en los libros. No bien había terminado un par de capítulos de “El jarrón dorado en forma de ciruela”, cuando se imaginaba que era Ximen Qing, enfurecido con su mujer, Loto Dorado, que se arrodillaba desnuda ante los pies de su señor: “¡Por supuesto que esta ramera ha yacido con el muchacho!” Sin embargo era Doña Isabel quien lo miraba aterrorizada y Lulú la que detenía sus azotes. Eran las promesas en la mirada de Doña Isabel las que recordaba cuando, en la figura del estudiante veleidoso de “Cuando Du Shiniang, en un acceso de cólera, lanzó su joyero al río”, loco de remordimiento por el suicidio de la cortesana, moría en la miseria, y su sombra la que percibía cuando Hafiz cantaba a los jardines de rosas y ruiseñores de Shiraz y la oscuridad tenebrosa de las tabernas, donde el vino prestaba consuelo por los males de la vida.

Don José estaba embriagado por las noches con Doña Isabel. Bewitched, bothered and bewildered. Ella lo animaba a mantener relaciones antinaturales con su anatomía, pintaba sus pezones con pintalabios, se afeitaba las axilas y se bajaba las medias hasta las pantorrillas. Se ataviaba con decadentes corpiños de color verde nilo ribeteados con cintas de seda rosa y el sombrero negro con velo que había llevado para el entierro del padre, e incitaba, de una manera blasfema, a caprichos obscenos que dejaba que ocurrieran desvergonzadamente. De vez en cuando a Don José le sobrevenía la sospecha de que no estaban solos en la oscuridad de la alcoba de Doña Isabel. ¿Acaso no había notado una frente lisa contra su espalda, una mano demasiado fina y experta, un aliento y un murmullo insolente en una lengua extraña? Doña Isabel sacudía la cabeza, se reía de su mirada aturdida cuando el gato tuerto, por la mañana, se escurría por la puerta entreabierta que daba a la habitación de Lulú.

Cuando Don José no erraba por el mercado del libro de Claudio Moyano, al final del Jardín Botánico, o por las librerías de lance de la calle Mayor, pasaba el tiempo en “La Aurora”, situada en un pasaje estrecho de un callejón entre dos vallas. Había que subir un escalón hasta la puerta de la que colgaba un rótulo descascarillado. La puerta daba acceso a una pequeña estancia con una ventana al patio donde se encontraba la churrería: una ancha chimenea encalada con un horno que despuntaba de un cobertizo de madera pintado de rojo y provisto de un tejado de zinc. En prolongación, había una habitación que constituía la taberna propiamente dicha, algo más grande y revestida de azulejos de arriba abajo, con un estante que rodeaba las cuatro paredes lleno de botellas de vino de color verde sin etiquetar. Había una estufa que se encendía en invierno y una barra de pizarra. A lo largo de la pared estaban dispuestas unas mesas de mármol y unos taburetes cuadrados de color marrón.

Don José prefería este café humilde y tranquilo al “Gijón”, donde unos artistas vocingleros aireaban sus opiniones acerca de la explotación agrícola o la reforma agraria, Estado central o autonomía para el País Vasco y Cataluña, Iglesia nacional o Estado laico, régimen totalitario o democracia, algo que llevaban haciendo desde la guerra de Cuba. En “La Aurora” podía examinar con detenimiento los libros que había adquirido a lo largo del día sin que nadie le molestara.

Hasta entonces, Don José había comprado libros por su contenido, por la narración en sí o por el lenguaje utilizado, pero desde que también había conocido a Doña Isabel en el sentido bíblico, había empezado a interesarse por su encuadernación. Difícilmente podía desentenderse del entusiasmo que sentía por la manera imaginativa y sensual que tenía ella de presentarse, ora de diva, donna o diablesa, ora de modistilla, bibliotecaria u obrera de fábrica. Se mareaba sólo con pensarlo, y lo que realmente contaba era el contenido, por supuesto, aunque el envoltorio también ofrecía algún que otro indicio o pista. En todo caso, para Don José la compra de libros tenía un nuevo aliciente. Tocaba los libros, los olisqueaba, los abría cuidadosamente o con vehemencia, doblaba las tapas, les daba golpecitos, contemplaba el lomo, recorría la impresión del título y del nombre del autor con los dedos y sopesaba los colores y la calidad del papel.

Al anochecer, solía vagar las largas avenidas bordeadas de acacias y las calles alumbradas por las farolas de gas, a través de callejones oscuros, pasando junto a bocas de agua cerradas, en busca de alguna librería. Librería. Librería de lance. Librería de viejo.

No se limitaba a comprar libros ricamente ornamentados y bellamente encuadernados, encuadernaciones rococó en piel con ribetes de encaje en impresión de oro y encuadernaciones a la holandesa y a la española, sino también encuadernaciones en tela, doradas o teñidas, de cartón, forradas de papel o tela y libros sencillos en rústica. No era el lujo sino la peculiaridad la que fascinaba a Don José. Lo mismo que en el caso de las mujeres.

Lo que más le gustaba era visitar las librerías de ocasión para ver libros, usados y olvidados, algunos forrados cuidadosamente, otros sin cortar, como con indiferencia, y luego estaban los que habían sido desgarrados con un dedo. Don José había comprendido que los libros no sólo poseen alma, sino también cuerpo, una presencia física, diversidad. Era como visitar un burdel. Allí estaban, en filas, de espaldas, multicolores, misteriosos e incoloros, estrechos y anchos, baratos y caros, uno al lado del otro.

Cuando Doña Isabel y Lulú estaban fuera, Don José cenaba en la cocina. Cada mañana, Tommaso se acercaba al mercado de San Miguel donde compraba setas, flores de zucchini o alcachofas, según la temporada, y Don José aguardaba siempre con ilusión las cenas en la mesa de madera. Disfrutaba con el gorjeo del canario y las atenciones de Rosa. Cuando había puesto la mesa en una de las cabeceras y le había servido un vaso de vino, Rosa le daba un tazón de leche con un chorrito de crema al gato. Luego se ponía en cuclillas y el gato se retorcía satisfecho entre sus brazos y piernas.

Tommaso solía entretener a Don José con la declaración programática de los anarquistas: un gran no, grave y contundente. No al Estado. No a cualquier Estado. También a la república. No a las elecciones. No a la Iglesia. No al derecho de propiedad, al dinero, a la policía y a los tribunales de justicia. Sí a la dinamita.

Rosa abrigaba una profunda desconfianza hacia la política. Dudaba de que los liberales y los socialistas alguna vez hubieran tenido ni el más mínimo control sobre la República. Huelgas generales, revuelta de los mineros e intento de pronunciamiento. Eso era lo que había salido de todo este lío. Tampoco era que el monarca retirado le infundiera mayor confianza. Era un idiota. Iglesias y conventos que ardían, obreros del campo que ocupaban las fincas, y cada día, rumores de asesinatos a policías, fascistas y rojos. No le gustaba nada. Las mujeres votaban a los católicos, los camisas azules aterrorizaban a la población y los carlistas desarrollaban su españolismo exacerbado y fanfarrón. Hispanidad. Toda una colección de cabezas atolondradas. Una España sin columna vertebral. Y ahora, la guarnición de Melilla se había alzado contra el Gobierno bajo las órdenes del General Franco y masacraba a los obreros. Miró a Tommaso que, divertido, espolvoreaba el bol de fresas , azucar y limón con hierbaluisa picada.

Cuando Don José se despertó la mañana del 20 de julio de 1936 estaba solo en la casa de la calle de Atocha. Probablemente, Rosa y Tommaso estaban haciendo las compras. Y Doña Isabel y Lulú pasaban el verano en San Sebastián, en el María Cristian, un hotel belle epoque que Doña Isabel había visitado de niña.

Don José había pasado una noche agitada. Había habido estrépito y tumultos en la calle, como si fuera carnaval. Encontró un rincón fresco en uno de los salones y se enfrascó en el examen de sus últimas adquisiciones: un tomo de color azul helado, medio puta, medio monja, de poemas de Anna Achmátova, “Anochecer”, 1912, una versión popular por entregas de “Madame Bovary” de Frasquelle en una encuadernación mugrienta y una tapa de cartón recatada que escondía un manuscrito de “Pioniere in Ingolstadt” de Marieluise Fleisser.

Mucho más tarde, empezó a extrañarle a Don José que ni Rosa ni Tomasso hubieran aparecido todavía. Reinaba una tranquilidad extraña en la calle. El gato de Lulú, que había estado durmiendo en el suelo toda la mañana, saltó a su regazo y lo miró con su único ojo. Don José se lo llevó a la cocina y le dio un tazón de leche. Estaba poniéndose en cuclillas cuando de pronto se escucharon gritos provenientes de la calle de Atocha. “¡Adelante – Viva la República!” Bajó las escaleras a la carrera y se encontró con el impresor en el portal.

-El Gobierno ha abierto los arsenales y ha armado a la población contra el ejército. Esta mañana asaltaron el cuartel de Montaña. La Guerra Civil es una realidad. El Estado ha trasladado el poder a la calle.

El impresor lloraba, pero en la calle reían.

La milicia popular de Madrid había ocupado todos los edificios públicos, las radios y los diarios y controlaba los accesos a la capital y la red telefónica del ferrocarril. Las masas emanaban una cierta ebriedad alegre, una locura alborozada, una fe fanática en la libertad, un ondear de banderas, de banderas sindicales, “Confederación General del Trabajo”, “Unión General de Trabajadores”, las banderas rojas de los socialistas y de los comunistas, la negra y roja de los anarquistas. Proletarios en trajes de faena, armados con pistolas, fajines y gorros frigios, recorrían las calles con dirección a la Plaza Mayor montados en un Cadillac confiscado. París, 1789. San Petersburgo, 1917. La Revolución había estallado. Madrid, 1936.

Poco después de medianoche, Rosa se encerró en la casa. Serena, echó un vistazo a la cocina vacía. Entonces apareció el gato que se apresuró a restregarse contra sus piernas. Se quedó allí, en medio de la cocina, en su vestido negro y un jersey sobre los hombros. Don José se quedó en el vano de la puerta.

Esa mañana, Rosa había ido con Tommaso a la Plaza España y habían seguido a las columnas de obreros armados hasta el cuartel de Montaña, donde se había atrincherado el general Fanjul con dos regimientos de infantería y de zapadores. El ejército popular era más numeroso, pero Fanjul se había negado a capitular. Se lanzaron algunas granadas y el muro del cuartel reventó. De pronto, a las diez de la mañana, había aparecido una bandera blanca por una ventana.
-¡Se han rendido! – exclamó Tommaso, lanzándose sin ninguna precaución tras los pasos de un oficial de la Guardia de Asalto. Antes incluso de que llegaran al portal, abrieron fuego desde el piso superior. Una ráfaga de metralleta. El oficial cayó muerto al instante. La metralleta siguió disparando, segando una hilera detrás de otra, hasta que los obreros se retiraron.

-Izaron la bandera blanca- dijo Rosa, -y aun así dispararon.

Los heridos habían sido trasladados del lugar. Había buscado a Tommaso por todos lados, en los hospitales reinaba el caos, Hospital General, Hospital de la Latina y Hospital de la Princesa, en ninguno habían podido informarle. Se había escurrido entre la muchedumbre, entrado y salido de salas encaladas, de cama en cama, escaleras arriba y abajo, por todos los pasillos que había encontrado, iluminados por faroles de gas que proyectaban sombras inquietantes sobre las paredes de monjas que apoyaban a heridos, familiares mudos y marmitones que transportaban cubos llenos de comida pestilente con unos palos. Pero Tommaso no estaba en ningún lado.

Al día siguiente, Don José encontró un telegrama en la primera planta. De parte de Doña Isabel que había decidido emprender un viaje alrededor del mundo. Ella y Lulú estarían en Marsella cuando el recibiera el telegrama y desde allí, seguirían hacia Italia en barco.


V

La lluvia arrastraba el humo de la chimenea del panadero hasta el patio. El olor a hollín y a pan cortaba el frío. El tamborileo contra el cobertizo se hacía cada vez más fuerte. El agua se juntaba en ríos y desenbocaba en lagos que se desbordaban creando extrañas aguas alrededor de paisajes erosionados.

Don José trasladó los pies a suelo firme.

En medio de todo navegaba una mota de ceniza sin rumbo, una partícula móvil que ora separaba lagunas del mar, ora acentuaba la transformación de los deltas en océanos. Una mancha diacrítica quemada contribuían a distinguir los elementos y las formas de las aguas.

Don José recuperó del recuerdo los dos signos árabes que correspondían a “bereber” que, añadiéndoles un par de puntos, se convertían en “dos continentes”.

Ibn-Roschd se los había mostrado. Había sido chico en la casa de Ibn-Roschd. 593 después de hedschra. Su nombre era Umar, por el poeta que cantaba las delicias de la vida alegre en las tabernas de la Meca, entre coristas y compañeros de bacanales. Umar Ibn Abia Rabia.

Cada mañana le servía a su señor té, leche de búfala y yogur con canela sobre una bandeja cincelada de plata que Ibn-Roschd había traido de Marrakech.

Ibn-Roschd era versado en derecho canónico y teología, jurisprudencia, medicina y filosofía. Había sido cadí en Sevilla y Córdoba bajo el sultán de los almorávides Iusuf y su médico de cámara, y el emir de los almohades, Jacobo Almanzor, había disfrutado de sus conversaciones sobre cuestiones científicas y le había concedido su amistad.

Ahora, Ibn-Roschd era un anciano. Solía sentarse a escribir a la mesa pintada de azul en el patio interior, desde donde podía disfrutar del susurro del agua que le llegaba de las fuentes del exterior, o paseaba por Lucena, en la medida en que se lo permitían sus piernas, mientras le hablaba a Umar de los filósofos griegos cuyas obras había comentado durante toda una larga vida. Se detenía a la sombra de una glicina, echando la vista con nostalgia hacia Córdoba, la Mezquita y el Guadalquivir.

-En general, al musulmán nunca le han gustado los filósofos – dijo. –Demasiada sensatez y poca mística.

Hacía tiempo que el asceta persa Ghalazi los había suprimido de su obra, “Tahafut-ul-falasifa”, la Decadencia de los Filósofos. Sin embargo, el sabio califa Hakem II había enviado cientos de escudos de oro a Abulfarajd el Isfahain a cambio de su edición príncipe de su célebre “Antología” y disponía de agentes en el Cairo, Bagdad, Damasco y Alejandría que debía adquirir, a cualquier precio, obras científicas, tanto antiguas como modernas. Su palacio era un enorme taller de copistas, encuadernadores e iluminadores. Y cuando Hakem no leía, departía con los eruditos llegados a su corte, provenientes de todo el mundo musulmán. El catálogo de sus libros comprendía cuarenta