VIAJANTE EN LITERATURA
de Oscar K.
A principios del siglo pasado, el modernismo y la vanguardia significaron una ruptura con el arte de aquellos tiempos que, no obstante, tuvo un efecto reducido pues pronto fue sofocado por los sistemas políticos.
Oscar K. ha emprendido un viaje que lo llevará a distintas ciudades europeas, a través de un paisaje yermo con reminiscencias de sepulcros desmantelados,, cuervos y noches sin estrellas, en busca del ambiente vivo y experimental en el que los ismos nacieron y se sucedieron con inteligencia y la voluntad de renovarse como motor.
Es la historia de la literatura portátil, de la necesidad del viaje, de la soledad y la comunidad, de la sexualidad extrema y del riesgo de perder si no la vida, la razón en un intento de engendrar obras que, de un modo u otro, encierran un peligro amenazante. Al mismo tiempo, es la historia de Europa que abandonamos, de perderse en un mundo hace ya aæos explorado y del silencio y el suicidio como posibilidad.
BONJOUR, TRIESTE ...
«¡Palimpsesto! ¡Palimpsesto!» traqueteaban los raíles. El humo de los cigarrillos se colaba por la grieta de la ventanilla del pasillo. Las luces de la noche velaban las ciudades que el tren iba dejando atrás. Me pregunto cuántos insomnes trenes nocturnos habrán pasado por encima de estos raíles recorriendo siempre este mismo trayecto, pensé. La puerta del coche cama se abrió a mis espaldas. ¿Y por qué Trieste precisamente?
En la puerta apareció Ana, envuelta en mi abrigo largo y negro y con los pies descalzos. Temblaba. Me miró con su grandes y graves ojos. ¿Qué haces aquí?
Magris vive en Trieste, dije. ¿Magris? Sí, ya sabes, el del Danubio, el catedrático de alemán. Hm ... Luego están Joyce y Svevo, Silvio Benco y de Tuoni ... Rilke ... Ana me miró con desconfianza. Y luego están, claro, los portátiles, todos estuvieron allí.
Estaba a punto de empezar a hablarle de otro escritor de Trieste que, allá por los años veinte, decidió montarse sobre una bicicleta y recorrer la zona, visitando célebres monumentos y tumbas pues estaba convencido de que su creatividad se nutriría de la fuerza de un pasado inalcanzable , pero pronto me di cuenta de que no recordaba su nombre y, además, cuando el tipo finalmente llegaba a su destino, estaba tan cansado y sus piernas tan doloridas que era incapaz de escribir siquiera una línea. Podía haberle dicho que antaño Trieste fue un crisol de la cultura de Europa Central, o algo sobre descubrir las rutas que conducen a los grandes autores a la historia de la literatura, pero la verdad es que no tenía muy claro por qué el viaje debía tener su inicio precisamente en Trieste. Tan sólo sabía que el viaje es importante. El vagabundeo. Sin ningún objetivo o meta. Lo importante es estar en camino. Ser un exiliado del mundo del arte. Un coleccionista cargado de cosas, es decir, de pasiones.
Paul Morand viajó en trenes de lujo a través de la iluminada Europa nocturna con un escritorio portátil que inspiró a Duchamp a construir su boîte-en-valise en la que guardaba todas sus obras en miniatura, de manera que siempre pudiera llevarlas consigo. La miniaturización permite la movilidad de las cosas, las convierte en portátiles, y ésta es la forma ideal de poseer cosas para un vagabundo o un exiliado. Sin embargo, miniaturizar también significa ocultar. Duchamp se sentía atraído por lo extremadamente pequeño, por todo lo que requiere ser descifrado: emblemas, manuscritos, anagramas. Pues miniaturizar también quiere decir hacer inservible: lo que ha sido reducido se halla en cierto modo liberado de significado. Su pequeñez es, al mismo tiempo, un todo y un fragmento. El amor por la parvedad es una emoción infantil. Tan infantil como una mirada de Kafka quien emprendió una lucha a vida o muerte para entrar en la compañía paterna, pero sólo a condición de que pudiera seguir siendo el niño irresponsable que era. Shandy.
La sociedad secreta de los shandy fue fundada en 1924 en la ciudad africana de Port Actif por Francis Picabia, Duchamp, Szalay, Paul Morand y Jaques Rigaut con el objetivo de convertir la literatura y el arte en portátiles. Aparte de exigirse un alto grado de locura, cuenta Vila-Matas, había un requisito indispensable para pertenecer a esa sociedad: la obra de uno no podía ser pesada y debía caber fácilmente en un maletín. Aunque no indispensables, se recomendaba también poseer ciertos rasgos que eran considerados como típicamente shandys: espíritu innovador, sexualidad extrema, ausencia de grandes propósitos, nomadismo infatigable, tensa convivencia con la figura del doble, simpatía por la negritud y cultivar el arte de la insolencia.
Cuando el tren hizo su entrada en la vieja Stazione Ferroviaria Meridionale que hoy en día se llama Stazione Centrale, Ana se hallaba descansada, con los ojos resaltados con un perfilador de color negro y su pequeño maletín de viaje que contenía todo lo que necesitaba en la mano.
Voy a buscar un sitio en el que podamos hospedarnos, le dije. Mientras tanto, tú puedes esperarme sentada en un banco de aquel parque de ahí. No le dije que era allí donde Joyce había dejado a Nora al llegar a Trieste un día de octubre de 19004 y que entonces Joyce se fue en busca de la Escuela de Idiomas Berlitz donde iba a dar clases. Eres un pedante y un cursi, me hubiera dicho Ana.
Por supuesto resultó absolutamente imposible hospedarse en la pequeña pensión de la Piazza Ponterosso nº 3 con vistas al mercado donde Joyce y Nora vivieron durante un mes, hasta que ya no pudieron ocultar que Nora estaba embarazada y los echaron. Tampoco corrí mejor suerte en via Bramante, donde un rótulo en el nº 4 anuncia: «I have written something. The first episode of my new novel “Ulysses” is written. James Joyce.», pero muy cerca de la casa subí un par de escalones y descendí por la Scala James Joyce. Me imaginé que fue aquí, bajo la oscura sombra de los árboles, donde Joyce fue arrestado el primer día junto con una cuadrilla de marineros borrachos que pasaban por allí casualmente y tuvo que pedirle al cónsul británico que respondiera por él y deshiciera el entuerto ante la policía local antes de poder recoger a la impaciente Nora que lo esperaba en el parque delante de la estación de trenes. Yo volví al lado de Ana sin haber solucionado el problema de hospedaje, pero ella sencillamente se rió de mí y sacó su libreta del bolsillo.
Había trabado conversación con una dama que vivía en Trieste desde hacía más de doce años y que le había recomendado un hotel decente con el nombre encantador de Hotel Teatro, situado en la Piazza della Borsa. Una amplia habitación y desayuno por 95.000 liras la noche. Sabía de lo que hablaba, pues de muy joven había trabajado de camarera en el Finn´s Hotel de Dublín, y también le había dado a Ana la dirección de la mejor trattoria de la ciudad. Vamos muy a menudo, le había comentado. Pues vivimos de alquiler y compartimos la cocina con la familia Canarutto y no me gusta cocinar en la cocina de los demás. Canarutto. No tiene pérdida, la Antica Bonavia es inconfundible. Las anguilas con salsa bechamel, la polenta, los capuzzi garbi o el stracotto di maccheroni ... por no hablar de los postres. Torroni. Preznitz.
Pobre de ti si te acercas a él, me advirtió Ana entre dientes. Después de instalarnos en el hotel yo había sugerido que fuéramos a tomar un café en el Café San Marco. Me sentí en casa inmediatamente al atravesar la puerta de dos hojas que se cerraron pesadamente a nuestras espaldas, y saludé con una inclinación amable, casi inconscientemente, al elegante anciano que estaba sentado con su macchiato a la misma mesa a la que estuvo sentado años atrás estudiando para un examen de alemán y donde ahora concede entrevistas acerca de Trieste y su vida cultural y decadencia, o escribe:
«En el Café San Marco uno no se hace ilusiones acerca del pecado original imaginando que tal vez éste no se cometió o que la vida es inmaculada y pura ... Escribir es saber que uno no se encuentra en la Tierra de Promisión y que nunca la alcanzará. Sentado en este café, uno se convierte en un viajero; es como hallarse en un tren, un hotel o recorriendo un camino, uno tan sólo trae consigo unas pocas pertenencias, no es posible dejar su impronta en nada, no se es nadie ... Escribir, hacer un alto en el camino, charlar, jugar a las cartas; las risas en la mesa vecina, el perfil de una mujer, tan inevitable como el destino, el vino en la copa, el color dorado del tiempo. Fluyen las horas, amables, serenas, casi felices ...”
Claudio Magris interrumpe la escritura, me mira fijamente y sonríe.
Tú estás despierto. Ana bostezó y me miró con indolencia. Creo que voy a echar una siesta. Entonces yo le echaré un vistazo a la ciudad, dije con mirada pícara. ¡Eres un cursi!, me dijo Ana arrojándose con brazos y piernas a un lado de la cama.
Estuve buscando en vano Corsia Stadion, donde Annie Scleimer, una de las alumnas preferidas de Joyce, había vivido. Por lo que dicen fue, junto con Amalia Popper, modelo de la protagonista femenina en Giacomo Joyce, pero más tarde me contaron que la calle había cambiado de nombre y que ahora se llamaba Cesare Battisti. En cambio, de pronto me hallé inadvertidamente delante de lo que antaño fue la Escuela de Idiomas Berlitz, en via San Nicoló, nº 32, un edificio de finales del siglo XVIII con portal de piedra y una gran puerta de madera con personajes mitológicos tallados. Habían quitado la puerta principal de la primera planta. Asomé la cabeza por el vano de la puerta. No había muebles en el enorme piso. Las ventanas estaban abiertas y los suelos estaban cubiertos de plásticos, en un rincón se apiñaban los cubos de pintura y los pinceles, tan sólo la puerta de doble hoja de una de las salas estaba entreabierta. Los pintores, pues sin duda había más de uno trabajando, los pintores nunca vienes solos, se habían ido a almorzar, pero oí voces al otro lado de la puerta.
«... We thank you for your letter of March, the 5th with enclosed order for tennis rackets and balls. The consignments are ready for shipment tomorrow from …»
«¿¡Balls!?»
Y las dos voces masculinas estallaron en risas. Empujé una de las hojas de la puerta ligeramente.
«Very well, mr. Schmitz!», dijo alguien con voz de falsete, mostacho pequeño y gafas redondas de montura de acero. Delante de él estaba sentado un caballero con sombrero de paja, pajarita y ojos exoftálmicos y las estrechas perneras desasosegadamente cruzadas como un dandy.
«And now: Al Papagayo! ¡Y una Buena copa de Opollo!»
«¡Y un último cigarrillo!»
Abandoné el lugar con sumo sigilo y me dirigí al puerto, hacia el muelle de Maria Teresa y los baños de Fontana. Hoy en día apenas queda nada de los antiguos baños, tan sólo Lanterna, donde hombres y mujeres siguen bañándose por separado. Sin embargo, en la tardía luz del anochecer tuve una extraña visión:
En el salón de invierno provisto de lámparas solares ultravioletas del hace ya tiempo desmantelado Internationale Sanatorium estaba Walter Benjamín quien, con notable éxito, acababa de diseñar esa máquina risueña de pesar libros que lleva su apellido y que todavía hoy nos permite determinar, con absoluta precisión, cuales son las obras literarias que resultan insoportables y, por tanto, aunque traten de disimularlo, intransportables. Se hallaba en compañía de algunos de los demás conspiradores de la sociedad secreta shandy que se habían distribuido por las tumbonas, envueltos en mantas y con gafas de protección: Tristan Tzara, Berta Bocado, George Antheil, Gombrowicz y Cendrars – y Georgia O`Keeffe que revoloteaba por el salón, hablando de su coqueteo intrigante por los teatros de una ciudad invisible que constituía el centro de sus contracciones de apetencias y rechazos.
De pronto, un soplo frío recorrió el escenario.
Al compás de la aparición en el cielo de hojas de cálculo constructivistas, hojas escritas de una libreta y palabras sacadas de pósteres compuestos con caracteres de la Escuela Bauhaus, unos odradeks de formas geométricas – diminutas criaturas con domicilio desconocido y que no tienen pulmones: un violín masturbador triangular, un alfiler, un espejo - representaron un ballet mécanique que mostraba la máquina risueña de Benjamín, y hubo algunas exclamaciones caóticas por parte de los shandys:
«¡El parasitismo es una de las Bellas Artes!» «¡Una bofetada al buen gusto!» «Somos una tormenta en el cráneo de un muerto.» «¡Oh, cubre tus pálidas piernas!» «¡Wedekind ha degollado a su tía, su tía era vieja y frágil!» «¡El despliegue de los ceros!»
A medida que la trama del ballet avanzaba, la luz de las lámparas de rayos ultravioletas se fue transformando hasta convertirse en un neblina grisácea y los odradeks tomaron asiento sobre los hombros de los shandys echados en las tumbonas a los que gradualmente fue envolviendo la niebla hasta que desaparecieron. Desde la niebla se oyó una desconsolada voz infantil:
«La necesidad de soledad, junto con la amargura por la propia soledad, era una característica muy común entre nosotros, alegres y volubles shandys. Para nosotros, los melancólicos, a los que la soledad les parece el único estado humano apropiado: la soledad en la gran metrópoli o la ocupación del paseante ocioso, libre para soñar despierto como un niño irresponsable en el laberinto de odradeks ... pues los niños crecen con profundos ojos que nada saben, crecen y mueren».
Ya te vale. Ana me miró con dulzura como si mirara a un niño con fiebre y sacudió la cabeza. Pero estoy convencido de que era Italo Svevo, dije. ¡Un último cigarrillo! Ha escrito un libro entero acerca del último cigarrillo que nunca llegó a ser el último. Mr. Schmitz. Ettore Schimtz. Svevo era su seudónimo, una especie de doble. Eso lo serás tú, dijo Ana, y a ver si terminas de una vez. Tengo hambre.
Se suponía que la Antica Bonavia estaría detrás del Ayuntamiento, en via della Procureria, 4 y 6, pero la casa del número 6 había sido derribada y en el número 4 no había ya trattoria alguna. Sin embargo, Miss Barnacle había dicho que era uno de los mejores restaurantes de Trieste. Ana volvió a echar un vistazo a su libreta. ¿¡Miss Barnacle!? ¿Ahora vas a decirme que hablaste con Miss Barnacle? Sí, contestó Ana malhumorada. ¿Nora Barnacle? Sí, así es. Ana me dirigió una mirada insegura, entonces se ruborizó, a pesar de que es viuda. ¿¡Te refieres a ... la madre de Giorgio y Lucia ... a esa Nora!? ¿A la Nora de Joyce? Asentí con la cabeza y posé el brazo sobre sus hombros. Tiene unos hombros suaves, esa Ana.
Mucho más tarde, ya en el hotel – habíamos comido mejillones y bebido Verduzzo – Ana volvió a preguntarme: ¿Por qué precisamente Trieste? No lo sé, contesté. Palimpsesto. De camino aquí, los raíles no paraban de decir: ¡Palimpsesto! Tal vez sea eso ... ¿Palimpsesto? Un manuscrito sobre el que alguien ha escrito algo, en la Edad Media, los escribanos solían borrar antiguos textos de los pergaminos con un cuchillo para que éstos pudieran ser reutilizados. Joyce escribió Ulises sobre la Odisea, capa sobre capa ...
Ya te daré yo capas, dijo Ana tumbándome en la cama. Sus ojos tienen forma de dátil.
UN SOMBRERO EN PRAGA
El viento rugía mudo y frío sobre el puente de Karl. Hileras de copias de piedra con narices descompuestas: San Ives, Pieta, Norberto, Wenceslao y Sigismundo. San Adalaberto. Ni un alma viviente. El viento mordía la piel de la cara. Las ramas de mirto, blancos fulares de seda y ramos de novia marchitos volaban como hojas caídas por las calles adoquinadas y brillantes. Sombreros sin dueño. Recogí uno y me sorprendí al descubrir con qué exactitud se adaptaba a la forma de mi cabeza, a pesar de que ésta es sumamente peculiar.
Había pasado toda la noche escribiendo. Rilke lo hacía para combatir el miedo. Yo no sé por qué lo hago. Ana se había ido a Lisboa, con la suegra y los recuerdos. Y yo no tengo a nadie, ni tengo nada, viajo por el mundo con una maleta y una caja de libros sin que realmente sienta curiosidad alguna. En definitiva, ¿qué vida es ésta: sin casa, sin objetos heredados, sin perros? Si al menos tuviera un perro ...
Seguí el sonido. Me introduje en Karlova, tocado con el sombrero como un shandy cualquiera. La casa de cafés de los armenios estaba cerrada, la plaza de Vacek desierta. Era un sonido apenas audible, provenía de una hoja de sierra o de una botella emparedada en una chimenea. Me había puesto en pie para estirar las piernas cuando me percaté de él. Primero creí que provenía del pasillo, que alguien había dejado abierta una ventana o una puerta, pero todo estaba en silencio. ¿Acaso mis oídos me habían hecho una mala jugada? No sería, desde luego, la primera vez que ocurría cosas extrañas en los laberintos de los alquimistas.
Skip Canell llevaba un rato sentado a su improvisada mesa de trabajo en una pensión del antiguo barrio judío cuando se abrió la puerta del cuarto. Se volvió y vio a alguien entrar que rápidamente se acercó y tomó asiento a la mesa, apoyando la cabeza en la mano. Empezó a dictarle. Así estuvieron horas, hasta que Canell se atrevió a preguntarle quién era. Dijo que era un tragasables y un gran amante de las dagas. En el comedor de la pensión sucedió algo terrible: el pobre tragasables engulló distraídamente un tenedor y Skip Canell tuvo que llevarlo al hospital donde un doctor se lo extrajo quirúrgicamente. Después de esto no lo volvió a ver, aunque desde entonces tuvo la impresión de que el tragasables revoloteaba a su alrededor y que, en cualquier momento, podía reaparecer.
Ramón Gómez de la Serna descubrió que se parecía a su padre al verse reflejado en el espejo de la habitación de hotel. ¿Seré mi padre? ¿Así es que toda mi vida ha sido una fantasía a nombre de otro? ¿No seremos más que antepasado y nunca seremos nosotros?, se preguntó a la vez que rompía el espejo con una risa salvaje.
Y ellos no fueron los únicos que estuvieron a punto de perder la razón en la ciudad de las cien torres. Gombrowicz, convencido de que es imposible escapar de la situación en la que uno se encuentra - ¡la situación moldea tu rostro! – encontró un buen día esta nota de Stephan Zenith con el que compartía habitación:
«... dejo Praga porque tengo miedo de mí mismo, ya que creo que se hospeda un inquilino negro en mi interior, y a veces fuera de él, un carrete de hilo que trata de hacerme decir cosas que yo no pienso ni pensaré jamás. Es un carrete chato en forma de estrella cubierto de hilos. De su centro emerge perpendicularmente un palito en el que, por un lado, puede apoyarse y, por el otro, en uno de los rayos de la estrella, y cuando salgo por la puerta, me lo encuentro apoyado en la barandilla y me entran ganas de hablarle. Naturalmente, no le hago preguntas difíciles, sino por ejemplo: ¿Cómo te llamas? Odradek, dice él. ¿Y dónde vives? Domicilio desconocido, dice y se ríe. Pero, claro, es la risa de alguien que no tiene pulmones, que suena más o menos como el susurro de las hojas caídas. Tengo miedo, Witold, y por eso me marcho».
No es, pues, fruto de la casualidad que, a partir de aquel momento y para todos los shandys, el extraño nombre del carrete de hilo fuera equivalente a inquilino negro. A consecuencia de una estrecha convivencia con sus dobles, en todo shandy verdadero se esconde uno de estos inquilinos negros, figuras espectrales que habitan y se ocultan en verdades tenebrosas y cuyos pensamientos y actos se componen de fragmento inconexos. Odradeks.
El aroma de las flores de tilo en la orilla del río colmaban las calles desiertas, fina y sutilmente. Staromĕstské námĕsti. El reloj del Ayuntamiento dio las dos. «Die Nacht hat zwölf Stunden, dann kommt schon der Tag». El esqueleto hizo sonar las campanas, inclinó la cabeza pesadamente, un miserable avaro hizo tintinear las monedas de oros en un saquillo, el turco sacudió la cabeza y la vanidad contempló maravillado su propia imagen reflejada en el espejo.
El relojero Hanuš era un hombre erudito y depositaba toda la alegría que le brindaban los nuevos descubrimiento en el reloj. Los miembros del consistorio municipal temían que traspasara sus conocimientos a otras ciudades, por lo que una noche unos hombres encapuchados irrumpieron en su casa y lo cegaron con unas tenazas candentes delante de la chimenea. Hanuš languidecía porque ya no podía estudiar, pero finalmente logró recobrar el ánimo y se dejó transportar hasta el reloj con el pretexto de que quería conseguir que el péndulo oscilara con mayor ligereza. En lugar de eso destrozó el mecanismo, se desató la locura y poco después murió.
El viento se había calmado. El sonido, difícil de localizar, se escondía en medio del silencio. Como pedazos de canciones olvidadas en las tabernas. “Die Nacht hat zwölf Stunden, dann kommt schon der Tag ...”. ¿Realmente venía de U kalicha, de la taberna La Copa, donde el buen Hašek dejó que el tabernero Palivec tuviera problemas con las autoridades porque las moscas habían cubierto de mierda el retrato del Emperador, y lo había descolgado, y donde Švejk citó a sus amigos a las dieciocho horas después de la guerra? Los años que había pasado en el manicomio le parecían los más felices de su vida. Fue soldado y tratante de perros. Sobre todo tratante de perros. El marido de Ana estaba en la Academia Militar cuando se conocieron. Leía Madame Bovary. De forma desmesurada.
Estamos en el salón de billares, dijo ella. Juraría que fue en el mes de julio. Y todos pronunciamos las palabras prohibidas, con avidez, devotamente ... Entonces se había marchado. No le gustaba Rilke. Renuncia y ausencia ..., susurró con una mueca amarga.
Era como si el sonido se hubiera tornado un susurro que penetraba a través de las tuberías y sorteaba tejados y esquinas conmigo. La Copa estaba cerrada. Ningún tabernero. Ningún Švejk vendiendo bastardos con la genealogía falsificada como si fueran auténticos. Ninguna historia acerca del tratante de ganado de Boetislava, Ludvik Budijovice, que fue asesinado durante una discusión en el mercado. Ningún Bretschneider. Nadie. Sólo este susurro silbante, como notas de un órgano de cristal, y tabernas literarias cerradas.
Tras los cristales del Café Arco, las sillas permanecían vacías alrededor de las mesas redondas. „Es werfelt und brodelt und kafkat und kitscht“, se mofó entonces Karl Kraus del círculo de Praga. Allí estaba la gente que pertenecía a la vanguardia criticando las obras de los demás: Max Brod, Felix Weltsch y mi tocayo, el ciego Oscar Baum. Y también estaba que opinaba que el arte era un pasatiempo mortal – y Kafka. Desmañado, enjuto, el empleado de pompas fúnebres total que nunca parecía abandonar su cuerpo de adolescente. Desconsoladamente tuberculoso, neurótico y retraído con las mujeres.
Y, sin embargo, aparecen un par de nombres femeninamente olorosos en diarios y cartas. Felice Bauer, hija de un agente de seguros con la que Kafka se prometió – dos veces. Grete Bloch, la amiga de Felice, discreta aventura amorosa con secuela: un niño que murió a los siete años sin que Kafka siquiera supiera de su existencia. Julio Wohryzek, relación de verano y noviazgo secreto. Dora Diamant con la que Kafka vivió durante sus últimos años de vida en un apartamento en el barrio berlinés de Steglitz. Estudiaban la Tora y el Talmud y hacían planes de abrir un pequeño restaurante en Tel Aviv: Dora estaría en la cocina, Kafka serviría a los huéspedes ...
Y la más adorable de todas ellas: Milena Jesenská.
Milena era originaria de Praga y vivía en Viena, desdichdamente casada con el bohemio praguense Ernst Polak, notorio fanfarrón que se vanagloriaba de su potencia sexual y seductor. El padre de Milena la había desheredado debido al matrimonio con Polak y se ganaba la vida escribiendo para la prensa y traduciendo libros. Le había pedido permiso a Kafka para traducir sus obras al checo y se carteó con él durante largo tiempo. Entre el tímido Kafka y la impulsiva Milena empezó a despertar un interés personal, pero él se resistía a encontrarse con la joven esposa. Sin embargo, al fin se conocieron en Viena, ciudad en la que juntos pasaron una par de días felices. El 9 de junio de 1920, Franz Kafka le escribió a Milena:
„Puesto que te amo, amo a todo el mundo, y a él pertenece también tu hombro izquierdo y tu rostro sobre mí en el bosque y tu rostro debajo de mí en el bosque, y el silencio que se produce después al apoyar mi mejilla contra tu pecho casi desnudo.“
A juzgar por la fotografía era de complexión frágil, de cabellera abundante, seca y ligeramente rizada, ojos oscuros, inteligentes y tristes, nariz pequeña y boca bien formada.
Renuncia y ausencia. Pasatiempo mortal.
Vagué por las calles, absorto en mis pensamientos. Los adoquines se mojaron y se tornaron resbaladizos. Había empezado a llover, tenía la sensación de ser el único ser humano en la ciudad. No estaba del todo seguro de dónde estaba. Mi viejo mapa de la ciudad que estaba cubierto de anotaciones de nuevos nombres: Most Legie, Jana Palacha, Masarykovo ... lo había dejado en la habitación. La lluvia arreciaba y las farolas arrojaban sombras difusas sobre muros y aceras. Me detuve delante de un escaparate con maniquíes de cera. Las cabezas lisas y lampiñas me observaban, me saludaron con una leve inclinación, como si me conociesen. De pronto pareció que las calles cobrasen vida, habitadas por muñecos envueltos en guardapolvos y con pequeñas maletas y ramos de novia marchitos en las manos, robots invisibles tocados con sombreros negros y pañuelos de seda blancos. Se comunicaban con signos y doblaban las esquinas por parejas, desaparecían detrás de vallas y subían por los canalones de las casas.
En la entrada del barrio judío, de pie sobre una trampilla en forma de estrella pintada de verde, me encontré con una extraña criatura que había depositado un recipiente abollado de hojalata delante de sus pies. Llevaba el pelo corto como un prisionero de un campo de concentración, perilla cana y un viejo traje ajado de paño grueso y oscuro. El brazo izquierdo estaba alzado y el derecho apuntaba al suelo. Estaba cubierto por una capa de arcilla seca y resquebrajada y en su frente se vislumbraba un signo borroso. Una antorcha humeante iluminaba el pequeño escenario y en medio de la lluvia aquel hombre susurró a una masa informe el nombre inefable de Dios: IHVH. De pronto de sus manos pendía una marioneta de madera, una copia fiel de sí mismo. Fue la leyenda del Golem la que contó.
En el siglo XIV, el rabino Löw dirigía la comunidad judía en Staronová. El rabino era un hombre erudito al que le gustaban las jovencitas y que conocía todo tipo de trucos y cuando un buen día unos merodeadores quisieron atacar el gueto y asesinar a los judíos, creó, de un pezado de arcilla y siguiendo preceptos secretos, un hombre artificial, el Gólem, que atacó a los bandidos y acabó con ellos como si se moscas se tratase.
Arrojé un par de monedas en el plato. El titiritero ni siquiera me miró y yo me dispuse a entrar por la hace ya tiempo suprimida calle del Paso del Gallo, pasando por delante de la trastería subterránea de Aaron Wasserturm y del taller del grabador Pernath. Llovía a cántaros. El agua saltaba desde las acequias y yo ya estaba empapado hasta los huesos cuando vi luz en la ventana de una taberna con cortinas rojas y fotografías descoloridas de mujeres semidesnudas.
Un minuto más tarde estaba sentado con una copa de coñac en la mano en el Café Loisitschek. Una pista de baile con mesas alrededor. En el fondo, una tarima con una barandilla de madera. Una chica muy maquillada y el pelo suelto se reclinaba en ella, sus pechos estaban casi desnudos, llevaba un corsé, medias y un par de zapatos con tacones muy altos. Resultaba difícil distinguir a los demás personajes, pero era como si ya los conociese de antemano: una bella mujer esposada, envuelta en un vestido rasgado de muselina; un anciano de pelo blanco jugando al billar; Ferri Athenstädt; el anciano ciego Naphtali Schrafframeck con la caja de música entre sus manos esqueléticas; el estudiante Charousek; el muñequero Zwakh; Loisa del rostro picado de viruela; su hermano sordomudo ... En medio de la sala había una mujer, borracha como una cuba, con los ojos cerrados, meciéndose al compás del chirrido de la caja de música. Sobre su cabeza se balanceaba un sombrero caro con plumas de avestruz, lo único que llevaba puesto era un par de medias largas de color rosa y un abrigo de oficial. ¿La hija de Wasserturm, Rosina? Ana ...
¡Señorita! La camarera, que se llamaba Fritze, se acercó a mi mesa. ¿El señor desea? Pagué y quise largarme. ¡Señor Pernath! ¡Su sombrero! Tomé el sombrero y salí a la calle a toda prisa. Había dejado de llover y el viento volvía a soplar. ¿¡Señor Pernath!? El grabador de la calle del Paso del Gallo se llamaba Pernath ... ¡Ha vuelto ese sonido! Etéreo, como de cuerdas finas. Nítido. Proviene del cementerio, al lado de la sinagoga. Al otro lado de la verja, donde las lápidas se amontonan las una entre las otras, se yergue como una piedra mágica sobre uno de los listones. Un espectro descarnado, del color del curry, de ojos melancólicos y cola larga y desnuda. Un podenco. El viento silba entre sus costillas. Lo llamo. Me mira afligido. ¡Venga! Salta desde la lápida y me sigue a una distancia prudente, en dirección al río, mi odradek.
De pronto, en el puente de Carlos oí un grito. Venía de abajo. Me asomé por el borde de cemento y vi un barco de tablones sin cepillar con dos personas a bordo: un barquero que remaba hacia la orilla de Hradschin y un pasajero que estando de pie intentaba mantener el equilibrio a la vez que braceaba: ¡Mi sombrero! Su rostro estaba vuelto hacia mí y fue como si me mirase al espejo. Meyerink. Gustav Meyerink. Me quité el sombrero y mientras lo sujetaba en la mano, leí con letras doradas el extraño y sin embargo conocido nombre: “Athanasius Pernath•. El grabador de la calle del Paso del Gallo al que tiempo atrás le habían cambiado el sombrero por error. Le arrojé el sombrero a Meyerink quien lo cogió al vuelo. Se lo puso en la cabeza – se ajustaba a ella perfectamente – y me saludó con la mano. Yo le devolví el saludo y me dirigí a casa con la cabeza descubierta.
El perro, al que llamé Simba, pronto se acomodó a la habitación y se durmió con la cabeza reposada sobre mi maleta de cuero marrón cuya piel agrietada parece un viejo mapa que hace ya tiempo que renunció a encontrar el camino. Yo me había sentado a la mesa para tomar algunos apuntes antes de acostarme. Sobre la mesa había un paquete de cigarrillos blanco y azul vacío de la marca que fuma Ana, SG lights. “Fumar pode matar”, fumar puede causar la muerte. Rilke defendió el derecho del individuo a elegir su propia muerte y su ideal era el poeta Orfeus que en su interior unía la tierra de la vida y de la muerte.
“Tierra no es lo único que deseas: nacer
invisible en nosotros? ... ¡tierra! ¡Invisible! ¿qué otra
cosa es la transformación si no la tarea que tan poderosamente nos has encomendado?”
ES FÁCIL MORIR EN SAN PETERSBURGO
La niebla cubría San Petersburgo como una mortaja, la gasa lívida trazaba esbozos borrosos de edificios, plegándose como un sonámbulo sobre avenidas, parques y canales. Pálidas reminiscencias de verde marchito, rosa viejo y amarillo gamuza se difuminaban inánimes y aquí y allá despuntaba una torre o una aguja. Húmeda. Gris celeste.
Vagaba con la carta de Ana en el bolsillo. Me escribía acerca de las noches de verano en Savoy, cuando tenía quince años. Después de la cena, cuando los caballeros vestían esmoquin, baile en la pequeña glorieta del parque con vistas al mar. Rosas del color del té, vestidos ligeros, voces apagadas. Todo era muy británico. Suave. El sonido de las olas. El piano blanco y el bajo. Soft swing. La voz del batería negro, smooth:
”If somebody thinks you’re wonderful,
what a difference in your day ...”
De la musique avant toute chose.
Desde la nada un tranvía se abría paso lentamente como un espectro a través del paisaje de Nevskij. Azul mate. En la plataforma trasera, entre gitanos, finlandeses y nihilistas, se hallaban Madame Blavatsky, Lou Salomé envuelta en zorro y la pelirroja Zinaída Hippius junto a una banda de poetas borrachos, hijos de pastores y sacristanes, seminaristas eruditos a la violeta y prole de la clase alta que buscaban la conexión entre el plan de Dios, el sino de Rusia y su propia vida irreconciliable o planeaban con ojos negros y secretamente una muerte violenta cuando la vida se les escapaba de las manos. Preferían mundos ficticios y la propulsión hacia lo infinito y pretendían evocar una realidad real tras el velo confuso de los fenómenos. En las profundidades de la mente. En la metafísica que se esconde tras la marcha enigmática de la historia. Máscaras en disolución, bastidores, decorados. Br’úsovs. Bál’monts. Bélyjs. Bloks.
Brúsov recomendaba la fornicación y el suicidio como la forma más sublime de protestar contra la realidad. Escribía poemas en nombre de una cortesana pervertida y epigramas de mala fama: “¡Oh, cubre tus pálidas piernas! Sonoro. Insolente. Demoniaco. Verhaert. Sádico. Sensual.
Bál’mont entabló amistad en París con Verlaine, cuyas ropas parecían haberse empapado del lodo del diluvio varias veces, y con Mallarmé, que prescribía un lenguaje que hacía desaparecer el mundo. Bál’mont leía a Poe, Maeterlinck y Baudelaire y lo enviaba todo a casa a las revistas de primer orden, tales como el Mundo del Arte y Apolo. Frialdad espiritual liberada de pasión. La luz fría y azul de la luna.
Andrej Bélyj estaba convencido de que el poeta, en virtud de un revelación mística, era capaz de crear un mito viviente que a su vez fuera real y simbólico. Amaba a Ljubov, que estaba casada con el amigo Blok; pero debe sufrir de megalomanía, se reía ella. Desasosegado se tragó una bomba y notó el agradable tic-tac en el estómago. Con una musicalidad chirriante. Inútil. Grotesco. Shandy.
Blok languidecía.
Era el símbolo trágico del arte. Célebre, refinado y neurasténico. Se casó con su Baetrice, la hija del vecino, Ljubov, a la que había conocido durante las vacaciones en Shakhmátovo. Serio, orgulloso ... En las noches de verano que olían a hierba de San Juan solían leer a Shakespeare; como el príncipe de Dinamarca y Ofelia desaparecían asombrados entre anhelos vagos y matorrales nostálgicos. Y también los amigos cultivaban a Ljubov como amiga deseada, enigmática e inaccesible. Ella quería ser actriz. La muy bella dama.
El remolque traqueteaba bajo un cielo colmado de pájaros. Los anarquistas llevaban los cuellos de los abrigos levantados y las bombas envueltas en papel de diario, lado a lado con hijas de la burguesía bienintencionadas y muchachas aristócratas que se disponían a acercarse al pueblo. Un poco apartada se sentaba Marína Cvetájena, soñando con lechos de cisne y noches de amor encendidas, mientras Sergej Makovsij, el historiador de arte, que se hacía llamar el Europeo, sostenía por enésima vez que el antiguo palacete de Apolo, con su escalera elegante y sus grandes estancias, donde de momento pasaban las tardes planeando la nueva revista literaria, era el escenario original de La dama de pique de Pushkin y Nikoláj Gumil’óv, redactor del material poético, estaba más inclinado a creer que fue la propiedad de la princesa Galitzin en el número 10 de la calle de Gogol. Jevgenij, el campeón de ajedrez y secretario de Apolo, sacudió la cabeza y la joven señorita Achmátova miraba saciada al talentoso Nikoláj y sonreía, más sacerdotisa devota del amor que pecadora arrepentida. Con orgullo afrontó su mirada ávida. Libre de todo misticismo.
Ella quería la culminación. Lo tangible. La brisa ligera y salada que borra la estrecha estela de los botes negros. Un reflejo cristalino de cosas y rostros, como si por doquier hubieran esparcido pétalos de rosas del color del albaricoque con nombres olvidados. Chales abigarrados. Recuerdo y despedida. No muy lejos de las casas en las que el año pasado bailaron y bebieron champaña.
La carta de Ana olía a perfume. Magia negra. Simba me miró con tristeza, con una oreja apuntando al cielo y la otra al suelo, cuando la abrí en el hotel. Entonces entrecerró los ojos y se hizo invisible.
Delante de la escuela alemana tosía una muchacha. Edith Södergran ... Con la bota hace marcas en la nieve, marcas de garras. Esta noche los pájaros enmudecieron.
En el sanatorio de Suiza las damas habían estado cotorreando en la sala de reposo, a pesar de que un letrero exhortaba mudo al silencio: “¡Guarden silencio! Tiempo de reposo.” Cómo había ansiado volver a casa, a la casa de madera en el cabo de Karelska, al huerto frutal silvestre y los gatitos echados al sol en la escalera. Estaba hasta la coronilla de paseos, gimnasia al compás del piano, baños de sol y dietas estrictas, como si no estuviera flaca de antemano. Estaba harta de mujeres que padecían sobrepeso, de los nervios y de trastornos del metabolismo. Escribía poesía de colegiala a su profesor de francés, pero él no lo sabía. No lo sabía nadie. Si al menos hubiera tenido a Frau Lou con quien hablar, Frau Lou cuya estancia había demasiado corta. A ella podía hablarle de su amor, con ella no tenía por qué sentirse avergonzada. Pues Frau Lou era un espíritu libre. Libre de moral y libre de Dios. Había convivido con dos hombres que eran mucho mayores que ella, habían compartido una convivencia espiritualmente instructivo en la que hablaban de seres humanos en lugar de individuos, sobre la vida en lugar de Dios. Y le había regalado a Edith una pieza de teatro, una tragedia titulada Vladimir Majakówskij. Él estaba dispuesto a servir, desafiando una tormenta de burlas, su alma en bandeja como alimento para tiempos venideros y vivía en un infeliz menage à troi con la bizca Lilja Brik y su esposo, Osip. Edith deseaba ser infeliz y poeta como él: donde las ciudades se habían ahorcado y en el lazo corredizo de una nube de resfriadas gargantas de torres sinuosas vagaría a solas, llorando amargamente. Él le había abofeteado los gustos públicos, ella pretendía iniciar una batalla contra la tradición. Oh, cómo echaba de menos a alguien con quien vagar, llorando amargamente.
El tranvía repiqueteaba y se detuvo a bandazos. Las sombras de tragalenguas silenciosos desaparecían por calles, callejones y callejuelas para experimentar el sueño eléctrico de la gran ciudad, perderse en la contemplación de los artículos de lujo de los escaparates, dejarse asustar por los gritos ahogados y los gemidos de las tuberías de gas, perseguir con la mirada los coches de los ricos, posar los ojos en los anuncios y las carteleras, sentir con los mendigos, asombrarse al ver a las mujeres vestidas de seda con grandes plumas de avestruz en los sombreros, detenerse a la luz de las farolas, escuchar en las esquinas las consignas de los obreros. ¡Silbatos de policía!
En la Academia de Tenisjev hicieron sonar la campana por tercera vez:
Aquel de allí es Marinetti, el italianos. Dice que un coche de carreras jadeante es más bello que Nike de Samothrake. Pero, ¿¡qué dice!? Quiere circo y teatro de variedades. ¡Sí, ya le gustaría, ya! ¡Dinámica, disonancia y zis zas! Escuché una ópera el año pasado, el Triunfo al Sol, los actores eran máquinas, conquistaban el sol y lo sustituían por nuevas fuentes de luz. Sí, ¿y qué más? Sonaba como si tirases de la cola de un gato. ¡Y las palabras! ¡Nada más que volapuk! El grande ese con la americana amarilla, ¿no es Majakówskij? Ahora va empezar. El Teatro de Komissarsjevskoj representa La Barraca de Aleksandr Blok, con Mejerhold en el papel de Pierrot.
El teatro consta de un escenario sin encuadramiento ni capa de arlequín, un estrecho puente conduce al escenario grande y un fondo de lienzos azules. Delante hay otro teatro, un teatro de mercado que descansa sobre caballetes, con apertura al escenario, concha y telón, y con marionetas que se burlan de los actores reales. Paralelamente al proscenio hay una mesa larga cubierta con un paño negro. Allí se sientan los místicos, el público sólo puede verles el torso. Hablan en coro. Los decorados son de cartón y de papel de colores. Primera imagen: Pierrot está sentado en una silla dorada a una mesa redonda con un geranio, esperando a La Bella Dama. Ella es de cartón. El autor sale y presenta el pequeño teatro. Detrás de él, de debajo de la mesa de los místicos, Arlequín asoma la cabeza. El autor corre apresuradamente hacia el proscenio, pero su torrente de palabras se ve interrumpido bruscamente por una mano invisible que lo tira hacia atrás y lo arroja entre bastidores. Lleva hilos. No debe interrumpir la reunión de los místicos. El público silba y da voces. Los místicos se asustan y retiran las cabezas. Sus cuerpos son de cartón y están pintados con tizne y tiza para que parezca que llevan levitas, pecheras, cuellos y puños. ¿Qué pasa ahora? Pierrot ha hablado. Y ¡zas! Se esfumaron el banco y la estatua de Amor y todos los decorados por el telar y ahora el escenario se ha convertido en un pórtico. ¿de dónde han salidos todas las máscaras? ¡Antorchas!, vocean. ¡Antorchas! Pero si son los tramoyistas los que sostienen las luces de Bengala. ¡Vaya estafa!
El tranvía siguió adelante, traqueteando como un perdido espectro azul. ¡Más deprisa1, gritaron los pasajeros de la plataforma delantera. ¡Vamos! Bajaron las ventanillas y tronaron contra los peatones. ¡Eh, cabezas de chorlito, perros! ¡Vamos a destrozar vuestro viejo mundo! ¡Vuf, vuf! ¡Nosotros somos el futuro!
Y el viejo mundo salió corriendo con el rabo entre las piernas. Blok sacudió la cabeza y siguió andando. Hacía ya tiempo que había lanzado los poemas sobre la bella dama fuera borda y, para espanto de sus amigos, se reía desdeñosamente de los actores de su teatro de títeres místico. En sus interminables paseos de impresiones nerviosas convirtió la ciudad en visiones engañosas. En los espejos deslucidos de un miserable restaurante ingenuamente decorados con veleros descubrió a una nueva mujer, a una desconocida, accesible, que se dejaba ver, admirar, tocar y amar.
Los violines de los cíngaros los acompañaron hasta la puerta donde esperaba un trineo con sus cálidas pieles de oso. Esbelta, frágil y de piel oscura, dientes brillantes y ojos verdes se cubrió el rostro con el manguito. Él intuyó su sonrisa en la noche polar y compartieron tortitas de maíz en la nieve y el viento. El denso olor de su perfume, la champaña. Y el caballo se puso en marcha en dirección al río Nerva con espumarajos saltándole del hocico. Besos apasionados, lágrimas de alegría, promesas falsas.
La desconocida era actriz y se llamaba Natalia Volojova. Y llegaron otras: artistas de teatros de variedades cochambrosos, gitanas voluntariosas en lóbregas tabernas, prostitutas de bocas rojas en escaleras abandonadas, encarnaciones de un pueblo rebelde, sufriente y perseguido. Había la obstinación de un visionario a punto de estallar en lágrimas en su insistencia en la catástrofe de Rusia, mientras el resto de los simbolistas se encontraban cada tarde en Bashnia, La Torre, un piso en la quinta planta, para tomar el té.
¡Eh, tú, burgués! ¡Ahora empieza! El vagón azul traqueteaba por el paisaje que no parecía tener ni principio ni final y fuera de San Petersburgo no hay nada. ¡Las palabras restallaban de todo corazón como aullidos animales! La gente seguía boquiabierta el traqueteo del tranvía. ¿Y ahora qué es todo esto? Allá, en el muro de la fortaleza de Pedro y Pablo ... sí, ¿al lado de la puerta? ¡Una película! Están proyectando tiras de celuloide en el muro. La señorita y el golfo. Pero, ¿¡dónde está el conductor!? Esto saldrá mal.
LA DAMA Y EL GOLFO
El golfo se enamora de una linda y joven señorita a la que han enviado a un barrio de chabolas para dar clases a adultos. No consigue quitársela de la cabeza, no deja de verla allá donde está. Declara su amor a la señorita enviándole notas en el aula e idea un encuentro en el parque que ella, sin embargo, rechaza por dos veces. Ella se siente horrorizada tras su segundo intento y se aleja despavorida. Mientras tanto, él ha cambiado de vida y ya no es un golfo, sus viejos amigos se burlan de él porque ama a la señorita y les ha dado la espalda. Ahora le dan una paliza y lo abandonan herido a su suerte. Una vez en casa, le ruega a su madre que envíe a alguien en su búsqueda. Ella acude con los ojos llenos de lágrimas y le dispensa un beso. ¡Y él muere!
El tranvía sale escopeteado con el remolque detrás dando bandazos. En la parada la gente braceaba: ¡Alto! ¡Alto! Pero no hubo manera de detenerlo, los cable eléctricos se habían soltado, las ruedas se habían salido de la vía y traqueteaban rítmicamente contra el adoquinado: ¡clac-clac-clac-clac-clac! ¡Un tranvía desbocado! ¡Eh, que queremos subir! La gente salió corriendo detrás de él - ¡hipócritas! – se detuvo jadeante, desistió:
Era el de la película, ¿lo has visto? ¡El golfo! ¡Majakówskij, el poeta! El de la americana amarilla que está allí gritando, el que asoma la cabeza allí delante! ¡El de la bandera es Jesénin! Y Chlébnikov se ha pintado ...
¡El estampido! La lividez. Los cadáveres: sexos femeninos tan gastados como el refranero, hombres tan grises como hospitales estatales. Un enorme perro negro descuartizado por una bayoneta. Todavía caliente. Lilja la Bizca, cachorro, pequeña zorra ...
Doce hombres llegan marchando a través del silencio con el fusil cargado, bandolera cruzadas y purito en la boca. ¡Hace frío esta noche, compañeros! Disparan ebrios en la oscuridad y cantan una copla grosera sobre la ramera Katja que se acostaba con oficiales, se ponía medias de seda francesas y tenía una cicatriz ruborosa en el cuello, fruto de la navaja de un amante despechado. El marido de Ana disparó a un cooficial en la mano durante una disputa sobre no sé qué, poco antes de morir ... Allí viene volando un trineo, a todo escape, con un tipo en abrigo militar y un buen paquete. ¡Alto, diablo! ¡Apunten! ¡Fuego! ¡Mierda, se ha escapado! Sobre el adoquinado, en un charco del color de la herrumbre, el cadáver de una puta. Katja. Los doce siguen marchando con un chucho hambriento pegado a los talones. Delante, en medio de la ventisca, inadvertido: Cristo con una bandera ensangrentada y una corona de nieve en la cabeza.
Los espectros recorren las calles: Gumil’óv fusilado por antirrevolucionario. Marína Cvetájeva condenada por modernismo. Blok con escorbuto y bastón. Majakówskij con Lilja y una bala en el corazón. Anna Achmátova, viuda para siempre. Jesénin, que yacía en el Hotel de Leningrado con su sangre escribió un último verso: “No es nuevo morir, pero tampoco resulta demasiado original vivir.”
Volví al Hotel Karelia con la carta de Ana en el bolsillo. Simba yacía con la cabeza reposando sobre mi maleta de cuero marrón, gimiendo visiblemente.
METRÓPOLIS
Cuando hace ocho días, a esta misma hora, volví al hotel fui detenido por un agente de policía. El patio del anexo en el que me hospedaba estaba acordonado. Un grupo de sordomudos se miraban nerviosos en la puerta. La catástrofe saltaba a la vista. ¿Asesinato? ¿O acaso un desaprensivo de mecha corta había colocado una bomba en la escalera? El crepúsculo arrojaba una luz irreal sobre el adoquinado de la calle. Las ventanas de los edificios colindantes miraban como los agujeros de un colador hacia la oscuridad incipiente. Tras la puerta de un sótano, un piano azul. Anuncios parpadeantes y faros de luz. Tráfico enérgico y ciclistas, peatones y conductores anónimos. Amenazantes. Acelerando dinámicamente sin sonido.
¡Mi maleta! Simba me miró asustado. Había abandonado mi equipaje en la habitación, unos cuantos libros, las cartas de Ana, recortes de diarios, un montón de postales, fotografías y un libreta de tapas marrones lleno de anotaciones sueltas.
Expresionismo. Cargado de substantivos. Hostil hacia la sintaxis. En lugar de denominador común, fragmentos. Simultáneos. Encuentra local en el que puedan reunirse los protagonistas. Büchner, ¿tal vez al lado de una máquina tragaperras? ¡Acuérdate de la fiesta shandy en Viena!
Revistas y asociaciones: Simplicissimus, Der Sturm (Storm P.), Blaue Reiter (Kandinsky, Klee), Die Brücke ...
La caligrafía de Ana: a veces tengo la sensación de que eres una proyección de mi corazón solitario que habla con tu voz prestada.
Dadá, movimiento antiarte, apoya todo tipo de maelentendido y confusión. Según el estado de ánimo, por principio en oposición fundamental. Zurich: Cabaret Voltaire. Colonia: el Pissoir de Brauhaus. París: SubDadá. Nueva York: Ready-mades en la Galería 291. Hannover: Merz, Dadá monoplaza.
Imagen de Gottfried Benn en bata blanca ante un microscopio. Benn pasa la Primera Guerra Mundial en Bruselas como médico en un hospital para prostitutas. Acaba de casarse con Edith que se traslada a casa de su hermana en Hellerau. El misterio envuelve a una mujer belga que visita a Benn de noche en el hospital. Yvette (rubia).
Postal del Café Griensteidl según cuadro de Reinhold Völkel. Klimt. Kokoschka. Kraus. La Antorcha, revista de un solo hombre. Musil. Mahler. Hofmannsthal, Freud y Schnitzler. Wiener Schnitzlen.
Wedekind en traje de etiqueta con laúd en el cabaré Los Once Verdugos: Ich hab’ meine Tante ermordert.
“GEFAHR! – EXPLOSION!” Los carteles no dejaban lugar a dudas, y los soldados voluntarios de segunda no dejaban pasar a nadie. Simba temblaba; pronto se haría invisible. La maleta tendría que esperar. ¡Ven!, dije y el perro me siguió por la acera. Meneando la cola cautelosamente. En los oscuros pasajes se encendieron las luces. Señales de fuego de los caminantes. Renacieron bares y tascas. Aquí y allá brillaba un rótulo de neón: Teatro T.
1916. Febrero. En callejones sumamente tenebrosos de adoquines resbaladizos en los que puedes encontrarte con detectives discretos bajo farolas rojas – Nacimiento. Nace el Cabaré Voltaire. Spiegelgasse nº 1. El 26 llega Hulsenbeck - ¡cataplún! Bumbumbum. Noche de Gala – Poema simultáneo en tres idiomas.
¿Puedo ofrecerle algo? Una voz medio oculta tras una puerta. Reflejo de charol negro. Un muslo desnudo. Pues no ... La muchacha sonrió ... No, gracias. Seguimos caminando, a paso más ligero, Simba y yo, subimos por unas escaleras de hierro, cruzamos el puente hasta llegar al café con vistas al terraplén del ferrocarril. Allá los andenes. Gleis Eins. Munich. Viena. Zurich. Dresde. Berlín. París. Waggon Lit.
Stadtwurst mit Musik, bitte. Und eienen Schnaps! Caballeros solitarios de edad avanzada. De paso. Vagabundos. El viaje es importante. Sin meta. Siempre en camino. Ser exiliado en el mundo del arte. Coleccionista cargado de objetos.
Un pálido petimetre en chaleco de seda azul cambió algunos billetes con el pequeño camarero y algo distraído introdujo las monedas en la máquina tragaperras. Regularmente. El camarero se acercó a mi mesa con una cojera teatral. Was kann der Sigismund dafür, dass er so schön ist, canturreaba mientras depositaba una copa de schnaps sobre la mesa. So, mein Herr! Zucker für de Affen. Su sonrisa me resultaba familiar. De fauno.
1916. Junio. En primiciaera. Noche Dadá. Música, baile, conferencias, poesía, pintura, disfraces, máscaras. En medio de una multitud de espectadores Tzara se manifiesta. Exigimos el derecho a mear en colores. También hace su aparición la aventura celestial de Mr. Antipyrene. Con tallas de Marcel Janco. Precio: 2 francos. Se cura la impotencia. Pago por adelantado a petición.
Simba se había echado debajo de la mesa con la cabeza sobre mi zapato y hacía ver que dormía. Tomé una servilleta del servilletero metálico que incorporaba salero, pimentero y bote de mostaza y empecé a escribir. Si dentro de un instante mis notas que guardaba en el hotel realmente volaban por los aires, al menos quería asegurarme algunas voces-guía:
Apriete el botón, nosotros nos encargamos del resto. El Brownie de Eastmann Kodak. El pequeño nomo rechoncho con las pierzas delgadas del póster mira con escepticismo al interior de la cámara. Fotografía de Benn con pluma estilográfica. La de Brandauer & Co. con punta redondeada.Aspecto amable, hombre de mediana edad. Sin temblarle la mano describe un cadáver arrojado por el mar, Wasserleiche, el cadáver de una joven mujer en cuyas entrañas una rata ha parido sus crías, la ejecución de Miss Cavell que después de doce disparos sigue de pie con las manos atadas a la espalda alrededor del poste, lesiones principalmente en tórax, corazón y pulmones, y su amante Lili: mi amiga de la que le he hablado tantas veces y que en el fondo seguía amando, amando fervorosamente ... se ha quitado la vida. Atrozmente. Se lanzó desde su apartamento en la quinta planta a la calle y murió en el acto. Me llamó para contarme que pensaba hacerlo. Me apresuré a coger el coche, pero cuando llegué ya yacía aplastada en el suelo y los bomberos se llevaron su cuerpo quebrado.
Ensalada de salchichas, s’il vous plaîs!
Simba alzó la cabeza. Guiñó los ojos. Sin embargo, no era la ensalada de salchichas lo que había despertado su interés. Sino el hombre encanecido sentado a la mesa del fondo del local, cerca del corredor de los baños, donde se hallaba el lavabo.
Un soldado atravesó la mesa a marcha ligera, un, dos, un, dos. El soldadito de plomo en la mano del viejo se dirige a Marne. ¡Tataratá! La orquesta de viento toca. Las muchachas saludan con la mano. Nos vamos a la guerra. Por Vilhelm, el del brazo seco. Según el Plan Schlieffen. Contra Francia, mientras los rusos duermen. Qué tiempo otoñal tan fantástico. Sol en las copas de los árboles y cosecha de manzanas. La batalla de Marne se desarrolla sobre la mesa, ambos bandos se atrincheran por fin de año a ambos lados del servilletero. Los franceses y los ingleses operan bajo mandos separados franceses e ingleses. En el corredor está dispuesto el ataque germano en Verdún minuciosamente sobre el banco al lado del lavabo. Los franceses resisten bajo el mando del general Pétain, a pesar de haber sufrido graves pérdidas. Está apoyado en el grifo, ha perdido el pie. Desparramados por el suelo yacen 20.000 cadáveres, víctimas de la conquista territorial de escasas millas de los ingleses en Somme. El nuevo general británico, Sir Douglas Haig, tiene clavada la mirada en la nada. Lleva un mapa enrollado debajo del brazo. Sobre la mesa, encima de una edición barata de Viudas y Soldados de Picabia, los soldados rasos llevan máscaras de gas. Ataque alemán en Ypres. La batalla de Arras, soldados canadienses expugnan las lomas cerca de Vimy, Nivelle ataca, pero Hindenburg está preparado, terribles pérdidas francesas, Haig ataca en Passchendale, 300.000 muertos en el lodo y bajo la lluvia. Untergang des Abendlandes.
El señor Benjamin se interesa por las miniaturas, le anunció el camarero con una discreta flexión. En sus tiempos estudioso de los pasajes de París, ahora se inclina más por las insignias y los juguetes mecánicos. Negros danzantes. Conejitos que tocan el tambor.
El pálido pollastre que más que nada parecía un espectro enfermo de tifus seguía metiendo monedas en el tragaperras. De pronto se detuvo y exclamó en voz alta y clara: ¡Un buen asesinato, un auténtico asesinato, un bello asesinato! Más bello de lo que cabía esperar. Hace tiempo que no teníamos uno tan bello ...
¿Y el caballero de allí?, pregunté. El camarero frunció la boca en una sonrisa demoníaca. Muerto, dijo con una voz ronca y metálica. Dramaturgo. Y luego ha escrito una tesis doctoral sobre las funciones cerebrales de los peces. Cuando el expresionismo atravesaba Alemania como un vendaval, él se dio a conocer y fue celebrado como el genio entre poetas, diletantes y hacedores de viento. En ningún otro lugar se escuchaba con tanta nitidez y lozanía la voz del tiempo como en sus piezas. Pero cuando caía el telón y los aplausos y gritos acompasados de los espectadores reclamaban la presencia del autor, él nunca salía. Por entonces llevaba más de ochenta años en la tumba. Fue Georg Büchner, por si no lo sabía. Viene cada noche.
Büchner. La historia del soldado Wozzeck que mata a su Marie porque es una puta y que luego se ahogó. ¿Presientes mi vida por doquier como una frontera lejana?, le escribió Else Lasker-Schüler a Gottfried Benn. Ella amaba brutalmente a los hombres. Como una viuda desconsolada cargada de joyas baratas y chatarrería de criada, con el pelo corto y negro como el azabache y vestiduras ondeantes reclamaba su atención y se ocultaba en un mundo de peluches y muñecas que le resguardaban de una realidad embrutecida. La maldita poetisa.
... ¡Frank! ¡Una de barril!, pidió un huésped con ondas en el pelo.
¡Frank, por supuesto! El camarero era una copia fiel de Frank Wedekind. El seductor. El cabaretero. Jefe de publicidad y prensa de Maggi & Co., Kempttal, Zurich. Culpable de lesa majestad imperial. Charlatán con predilección por Strindberg, barracas de tiro, payasos circenses y tías, tanto filosóficas como eróticas. Viudas, criadas, actrices, Berta, Emma, Frida, Hildegard, Tilly ... Padre a la ventura. Autor de piezas teatrales. Y el hombre al que le sirvió la cerveza era, válgame Dios: Ernst Toller. Habían trabado conversación, por lo visto tenían amigos en común.
1917. Abril. Dadá: Jarry, Marinetti, Apollinaire, Cendrars, Kandinsky. Estreno: Sphynx y Testaferro de Oskar Kokoschka. El teatro dadaista. Sobre todo, puesta en escena visible, generación sutil de viento, efectos sonoros, columnas grotescas, música negra y máscaras. Y una imagen del director sobre el escenario. ¡Bravo!
Wedekind escuchaba a Toller con ojos de búho triste. Saqué otra servilleta: Max Reinhardt. Grosses Schauspielhaus, Theater am Schiffbauerdam,Piscator-Bühne.
Escenarios superpuestos transparentes a la luz. Karl Thomas está de pie sobre una de las múltiples escaleras que atraviesan el espacio. Tras una revolución malograda y una condena a muerte que no llega a ejecutarse, Thomas pierde la razón e ingresa en un manicomio donde permanece durante ocho años para volver, en 1927, a un mundo completamente transformado. Superficies cuadradas se desplazan por el suelo sobre calandrias delante de una gigantesca pantalla de cine extendida en una armadura de hierro. Desesperado por el tiempo decide dispararle a un antiguo compañero, el oportunista Kilmann, que ahora se ha convertido en cacique y ministro socialdemócrata, pero un estudiante de extrema derecha se le adelanta. Sillas y armarios se levantan del suelo por medio de un mecanismo de tijeras. Se le imputa el crimen a Thomas que es devuelto al manicomio, donde acaba ahorcándose. ¡Alehop, estamos vivos!
1918. 31 de diciembre. Arp: Columna de piernas. El fenómeno del cartón. Baile. Cráter. Procesión con farolillos en la oscuridad. Coctail. Sorpresa para amantes y adelantados. Foxtrott Flake Wigman. Locura en cinta métrica.
¡Un repiqueteo! Simba alzó la mirada. La puerta pintada de verde con su ventanuco se abrió, una mujer alta y rubia entró en el café de la estación de trenes. Un disfrute para la vista. Un traje chaqueta oscuro con enaguas acampanadas, borceguíes, sombrerito y guantes. En la mano, una maleta de viaje. ¡Frau Lou, qué alegría! El camarero se incorporó galantemente y se hizo cargo de la maleta. ¿Y adónde le llevará el viaje esta vez? A Viena. La mujer tomó asiento. Un buen hotel cerca del Stephansdom. Dos habitaciones diminutas en lo alto del edificio anexo. Vida espiritual y erótica en una. Estudios de psicología en los cafés y en la consulta privada de la calle de Berg 19. Tres tesis sobre la teoría de la sexualidad. Más allá del principio placer. Werfel, Kokoschka y Wedekind en la mesilla de noche, dijo ella con una sonrisa elocuentemente cómplice. Oh, sí, se habían visto en París, el exiliado Wedekind y el emigrante ruso Lou von Salomé, cuando ella era muy joven. El seductor la convenció la primera noche para que lo acompañase a su habitación. Pero la muchacha bella e independiente quería conversar. Al día siguiente, Wedekind se presentó ante su puerta con un gran ramo de flores y una disculpa por su comportamiento la noche anterior. Pocos meses después tomó prestado su nombre para la protagonista de su siguiente obra, Erdgeist. Nunca la olvidó y estuvo escribiendo toda la vida su Lulú – una y otra vez.
El camarero tomó nota de la orden de Frau Lou y desapareció canturreando: Hmn, hmn, nur du allein ...
Fue en Viena donde los shandies celebraron su gran fiesta en casa de un tal Littbarski que había sido elegido como posadero porque él y su criado negro, Virgilio, ellos dos solitos, solían simular fiestas masivas en su casa. Todo acabo en caos, los vecinos se quejaron porque Virgilio empezó a disparar salvajemente una pistola de bucanero, acudió la policía y los shandies se dispersaron a los cuatro vientos.
1919. Octubre. Duelo Arp-Tzara en Rehalp con pistolas que se disparan en una misma dirección. Oyentes que son invitados a una fiesta triunfal azulada. ¡¡¡Dadaístas en el candelero!!! Neodadaismo, ojo a los chorizos y los pericolosi. That’s all, folks!
¡Jackpot! Simba se incorporó precipitadamente al oír el tintineo de las monedas que salían de la máquina tragaperras. ¡Bingo para Büchner! Estaba radiante como un niño y quería pagar una ronda a todos, pero Simba y yo nos escabullimos.
El hotel seguía en pie. Los sordomudos se habían ido a casa. El cordón policial desaparecido. En el hotelito, dos amantes se habían pegado un tiro esa misma tarde, un camarero de Rosenheim y una mujer casada, pero se habían inscrito con nombres falsos. Para ocultarse, era su última oportunidad. Pero incluso en el peor de los casos, cuando cabría esperar que tan sólo queda una última oportunidad, siempre hay dos: la obvia, que en este caso era esconderse en la habitación de un hotel, y la de desaparecer de este mundo. Está implícita, como la puerta de la habitación. Exit.
UN SORDOMUDO EN PARÍS
Entonces avecinó el mal tiempo. Llegó el día en que había visitado el Museo de Cluny para admirar los dos granos de trigo sobre la que supuestamente un alma gemela había escrito todo el Schema Israel.
Gerschon Scholem cuenta de su primera visita a Walter Benjamin en París que Benjamín se lo había llevado al museo y se los había mostrado. Eran estas pequeñas cosas las que le atraían. A Walter Benjamin le gustaban los juguetes antiguos, los sellos, las postales fotográficas, los perspectógrafos con imágenes de todos los países del mundo y los paisajes invernales encerrados en bolas de cristal en las que nieva al sacudirlas. Su caligrafía era casi microscópica y era su ambición escribir cien líneas en una sola hoja de papel. Este deseo vehemente, no obstante, no llegó a cumplirse jamás. Y yo busqué los granos de trigo en vano, pero un amable vigilante me contó que no era el primero que me había empachado con la lectura de Scholem sin advertir que los granos de trigo formaban parte de una exposición itinerante de objetos rituales judíos que hacía ya tiempo había dejado de existir.
Ahora me encontraba fuera, pasando frío. Un viento frío arrancaba las hojas de los árboles, levantándolas en amplias elipsis por el asfalto y depositándolas en las acequias delante de la Brasserie Balsar, donde habíamos comido portugaises y bebido vino blanco seco la noche anterior. Pouilly-Fuissé.
Ana ama París. Es decir, el París de Flaubert y de Maupassant. Cuando a una hora avanzada de la noche pedimos café y aguardiente de mirabelle que nos sirvieron de unas botellas de cuello largo en grandes vasos, Ana me habló de la Pensión de la señora Telliers, de Mademoiselle Fifí, Yvette y Miss Harriet. Imprudencia, deseo e instintos primitivos. Con demencia en la familia y una sífilis sin curar, Maupassant alternó durante sus últimos años de vida el tedio y el miedo a la m
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