El campamento
por
Oscar K. y Dorte Karrebæk
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La infancia los sobrepasa a todos.
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Si es por tu propio bien, decían.
Y ahora hace sol.
Son las vacaciones de verano a última hora de la tarde.
Los niños van llegando en autocares y vagones de tren.
Están esperando delante de los garajes vacíos.
Traen pequeñas maletas y bolsos en las manos
y una placa con el nombre alrededor del cuello.
Ha sido un viaje largo.
Están cansados y sucios, tienen hambre.
John tiene la tripa fatal.
Lleva aguantándose 4 días.
La chica alta, la del pelo negro,
quiere lavarse las manos.
Toca el violín, indica.
Antón cuenta cuántos son,
no es fácil,
cada vez van llegando más.
Harry le deja su pañuelo a Elvira,
le sangra la nariz.
Hamid tontea con un balón de goma pinchado.
No trae ni maleta ni bolso.
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Raquel pregunta dónde están.
“En Cualquier Lado”, contesta alguien. “En Ningún Lado.”
¿Y adónde irán?
Al campamento.
Hacen el último trecho a pie.
Todo recto donde la oficina de Correos abandonada
y a la derecha por el camino de los campos y los abedules.
A lo mejor aquí hay garzas,
piensa John.
Delante del campamento se ponen al final
de la larga cola de niños
que han llegado antes que ellos.
p.9 tilpas Raquel og Antón
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Donde empieza la cola los adultos están adjudicando números.
“¡3-10! ¡Nada por aquí, nada por allá!”
Los niños deben entregar las maletas y los bolsos.
La chica alta quiere quedarse el violín.
“Nit mö-ö-ö-glich, im-m-m-posible”, dicen los adultos,
pero se lo devolverán después.
Dividen los niños en los que
tienen que ir al lavadero
y los demás que desaparecerán en el crepúsculo.
John se limpia la boca con saliva
y arregla el pelo para que le vean bien.
Él ya ha comprendido quiénes continuarán.
Igual que en el cole.
Elvira no pasará, piensa.
Y efectivamente…
Pero sí pasan Harry y Hamid y Antón y Raquel
y la chica del violín.
Ahora, sin él.
Antón abre la maleta.
Trae un pájaro mecánico
que cuenta las horas y los días.
Preferiría no deshacerse de él.
Pero si se lo devolverán,
dice Raquel.
Va teniendo hambre.
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Hamid lleva una cadena con la mano de Fátima alrededor del cuello.
No le convencen los adultos.
Tienen cara de monos
y les quitan las cosas a los demás.
¡Menos mal que no trae nada!
Por un momento Harry piensa en fugarse
como aquella vez en el asilo de niños,
pero se queda.
¡Tú te quedas aquí, Harry!
Demasiado tarde.
Pasan por la entrada del campamento,
entran en el lavadero.
Por encima del portal pone: “El amor los vence a todos”
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En el lavadero tienen que dejar la ropa,
los zapatos aparte, los abrigos, calcetines, camisas, pantalones y vestidos
en sendos montones
- y la ropa interior.
Los adultos se lo quitan todo, inclusive los nombres.
Ahora ellos mismos tienen que recordarlos.
Luego se presenta uno que les corta el pelo,
con máquina eléctrica, contra los piojos.
Cuando son tantos es fácil que haya plaga,
reflexiona John. Como cuando iba a cuarto.
Después casi no se reconocen entre ellos.
Quedan mirándose un poco tímidos.
Raquel mira con espanto a la chica alta.
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Uno de los adultos se acerca a Harry,
le acerca una mano.
¡Si te queremos mucho, Harry!
Harry teme que le vaya a acariciar la mejilla.
¡A las duchas!, ¡ale hop!
Que no beban del agua, se pondrían malos.
Que no la derrochen.
El jabón tampoco.
Toallas no hay
pero les dan playeras y ropa interior y una bata más o menos de su talla,
una taza y una cuchara.
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Se ha hecho de noche. Hace una temperatura agradable.
Los niños pasan en fila india por delante de los barracones,
que llevan nombres:
Campanilla, Amapola, Margarita.
Delante de Ranúnculo unos adultos sirven sopa
de una olla grande.
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Alrededor tienen un puñado de críos
con números bajos, orejas de soplillo, narices de punta afilada
y ojos astutos.
Se empujan y roban el pan el uno al otro.
Gamberros, piensa Harry
y deja que pase primero Raquel.
El pan está seco, la sopa aguada y con grumos.
La chica alta no la quiere ni probar.
Raquel, Antón y John tampoco.
Vierten la sopa al suelo y tiran el pan.
Los otros se lanzan a por la comida como ratas
y se la zampan.
Harry y Hamid toman la sopa
y se guardan el pan seco.
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Ranúnculo.
Es donde van a vivir.
Junto a los de los números bajos
que llevan mucho tiempo en al campamento.
El caudillo les pasa una manta a cada uno
y les enseña dónde van a dormir.
“¿Una litera para seis?”
“”Y un váter para cuarenta y dos”, dice
e indica la taza junto a la puerta.
Luego les apagan la luz.
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No hay mucho sitio en la litera de arriba,
están muy apretados, de tres en tres.
Antón y Hamid
con la chica alta en medio.
Y Raquel y Hamid
junto a John.
Están quietos,
se mueven lo menos posible.
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Ma’ariv, tú que nos das la oscuridad.
Los más pequeños musitan una oración,
los demás hace mucho que han renunciado a rezar.
A Hamid le basta con recordar a su padre
lloriquear por la vieja patria,
Allah Akbar…
“Tengo hambre”, susurra Raquel.
Harry le da su pan.
Hamid comparte con los demás
pero John lo rechaza.
Antón quiere recuperar su pájaro mecánico.
¿Cómo va a contar las horas y los días si no?
Con cuidado saca la cuchara del bolsillo
y marca una raya.
Un día.
La chica alta clava la vista en la oscuridad.
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Casi no respira
para no tocar a los demás.
En el internado había una cama para cada uno en el dormitorio.
Y clases de música.
Las demás clases las odiaba.
Las miradas de los profesores. Y la vergüenza cuando le tocaba salir.
Las risitas de los demás.
Durante las clases de música se callaban.
Hamid se ha acurrucado como un cachorro,
por ahí no, por donde se perdieron aquellos con los que te enfadaste, no,
ya se ha dormido.
En el asilo podía dormir
aunque fuera de pie.
Raquel se encoge detrás de la espalda de Harry
y se duerme también.
John está pensando en las garzas.
No puede dormir.
Hace como si y queda escuchando
a los que se levantan a hurtadillas a hacer pis,
se aguanta hasta que todos estén dormidos.
Raquel da vueltas en la cama, inquieta.
Sueña con aquella mañana de verano
cuando abrió la puerta al dormitorio de sus tíos
y rápidamente la volvió a cerrar.
Había visto algo horrible:
Delante del espejo había una señora calva con una bata roja.
Tardó mucho en darse cuenta de que
esa mujer era su tía.
Normalmente llevaba el pelo hirsuto.
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El dormitorio está en silencio.
John les oye respirar a los demás,
se oye a alguien susurrar en sueños.
¿Pero por qué no? Porque sí. Porque sí.
El sueño es ligero como un velo.
John baja deslizándose de la litera y se acerca al váter de puntillas.
Como una trompeta, un intenso rayo rojo se abre camino en el suelo.
Se levanta el sol.
Desesperado John presiona las manos contra la tripa y aprieta.
Encienden la luz.
“¡Wstawac!” Es la ronca voz del caudillo. “¡Arriba!”
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Fuera brilla el sol.
La orquesta está tocando.
Todo el mundo sale corriendo a la plaza delante de los barracones
y se pone en filas.
Redobles de tambor. Más y más rápidos.
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Los adultos pasan lista:
”¿¡Cero-dieciocho!?”
”¡Presente!”
”¿¡Cero-cincuenta y nueve!?”
”¡Presente!”
”¿¡Tres-quince!?”
Es Harry. ”¡Presente!”
¿¡Tres-dieciséis!? John. ¡Tres-once! La alta. Tres-catorce. Raquel. Tres-doce, Tres-trece, Hamid. Antón…
Al equipo de Krzysztof, caudillo, Cero-dieciocho.
La zona está llena de grupos de niños camino al trabajo y adultos que se llevan a los enfermos.
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Krzysztof se echa a correr. ¡Seguidme!
Ladean la alambrada.
Apartaos de ella, susurra con voz ronca. Tiene corriente.
“En el campamento de refugiados los nuevos tenían que mear a la valla eléctrica”.
Tres-doce, Hamid, se ríe y casi derriba a uno de los pobres del grupo de espectros,
que va tambaleándose.
“¡Los esqueletos vagantes!”, balbucea Krzysztof,
Cero-dieciocho.
“Olvidaos de ellos.”
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Van a fabricar caballos,
meter cerdas en el agujero para la cola
y pintarlos.
Bajo el cobertizo está todo preparado en una mesa:
Caballos, que huelen a serrín, más de cien,
cerdas,
tarros con pegamento,
botes con pintura,
pinceles.
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¡Casi como en las clases de plástica,”
dice Tres-dieciséis, John.
“¡Eso!”, susurra Krzysztof. “¡Venga, poneos!
Tenemos que hacerlos todos.
Si no, nos meten en el Hoyo.”
“¡A tomar por el culo!”. Se ríe Tres-doce, Hamid,
mientras fija las cerdas con una gotita de pegamento.
¡Bvid!
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“¿Y el recreo?”
pregunta Tres-trece, Antón.
“¿Y la comida?” dice Tres-catorce, Raquel,
“¿No nos ponen nada de comer?”
Cero-dieciocho no contesta. Está trabajando.
Igual que Tres-quince, Harry,
que trabajaba para su padre
cuando éste obtuvo derecho a tenerlo después del divorcio.
Si sabes que te quiero, Harry.
¿Y quién es él para oponerse al amor?
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A la chica alta le duele la mano de tanto pintar.
Todos tienen sed,
también Cero-dieciocho.
Pero no dicen nada.
Los adultos los están vigilando.
Por la noche Tres-catorce, Raquel, y los demás comen
la sopa y el pan.
Conforme van pasando los días les hace hasta ilusión
mientras esperan a que no pase nada.
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Una mañana tienen que quedarse en el barracón.
Los adultos sacan a Tres-once, la chica alta,
cuyo nombre nadie conoce.
Teresa.
Ella sí se acuerda.
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Llegan el director y la comisión.
Primero la lavan y la visten con ropa limpia y una peluca.
Luego la maquillan y le pasan el violín y un cigarrillo.
Tiene que darles un concierto.
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“Qué guapa es”, susurra Tres-catorce.
“Toca para nosotros.”
Sí, piensan los demás, nunca lo olvidaremos.
Después del concierto uno de los adultos pone su chaqueta en los hombros de Teresa.
Más tarde, cuando vuelve a ser Tres-once,
la chica alta sin violín ni peluca,
le sonríen tímidamente
pero ella no lo ve.
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Una mañana los adultos encuentran a Tres-once.
Por la noche se ha escapado y se ha arrojado contra la alambrada.
p.49
Cada noche Tres-trece marca una raya en la pared.
Ahora llevan 152 días en el campamento.
Tose.
Le arde el pecho.
Fuera ha empezado a nevar.
Todo se vuelve quieto.
El blanco es el color de la helada.
Los abedules.
Extraño lo tranquilos que están.
Por la noche meten los dedos en la boca,
las manos en los sobacos y entre los muslos
y se mueven para no pasar frío,
como abejas en sus colmenas en invierno.
A Tres-trece le sube la fiebre,
tiene que quedarse en el barracón.
“Pulmonía,” determina Cero-dieciocho.
La reconoce de otros inviernos.
Tres-dieciséis va a por sopa y pan para Tres-trece.
Camino al barracón se bebe algo de la sopa y guarda el pan.
Tres-trece no va a poder con más que la sopa de todas formas.
“La cuchara,” musita
y hace una marca
antes de dormirse.
p.50
Por la noche tiene alucinaciones
¡Dios mío, Dios mío! ¡Llego tarde!
¡Madre mía, qué tarde es!
Los pulmones le resoplan.
p.50 (Alice-tegningen t.h.)
Dorte: Skrive/tegne: TARDE på skiltet
p. 51
Tres-doce toma prestado el gorro a Tres-trece
y los próximos días se reparten su pan
y venden la sopa a algunos de los otros barracones por una camiseta para Tres-catorce,
un encendedor y algunos trapos para resistir las heladas.
Cero-dieciocho recoge musgo
que mete en un bote de pintura vacío y con agujeros
Lo enciende.
Tres-doce se queda un caballo.
Más adelante Tres-trece vuelve en sí.
“¿Cuánto tiempo he estado enfermo?”
pregunta
pero nadie se acuerda.
“Entonces no tenemos ni idea de cuánto tiempo llevamos aquí,”
murmulla.
p.52
“Yo te puedo leer en voz alta,” propone Tres-doce.
Ha vendido el caballo por un libro
que está tan gastado que las letras son ilegibles
y él mismo tiene que inventar un cuento maravilloso.
Pero Tres-trece no le escucha.
Y Cero-dieciocho le da sopa
robada de los esqueletos vagantes,
de todas formas les da igual.
De nada sirve,
Tres-trece vuelve a recaer.
Una mañana, camino a los caballos, cae de la fila
y se pasa a los transparentes.
Por la noche Tres-quince descubre una ardilla.
p.53
No muy grande. Una cría.
Está fuera, en la nieve,
mirándolo.
Él le echa un poco de su pan,
ella lo come
mascullando.
Tres-quince no se lo cuenta a nadie
pero piensa en la ardillita
antes de dormirse.
A la noche siguiente vuelve el animal.
Tres-quince le da de comer.
A lo mejor se podrá domesticar.
Hace mucho tiempo quería tener un perro…
¡De animales nada, Harry!
La ardilla come de su mano,
se le sube al brazo
y se acurruca allí.
Tres-quince la esconde debajo de su ropa
y se la lleva al barracón.
“Qué mona,” dice con voz baja Tres-catorce
cuando apagan la luz.
“¿Cómo se llama?”
Lilya. Se llama Lilya.
“La mantendremos en secreto, ¿no? Y la cuidaremos.”
Sonríen y le dan pan y juegan con ella.
Y le dan calor.
Durante el día se la llevan con ellos.
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Va correteando por la mesa y sube a un árbol.
A veces les hace tanta gracia mirarla
que no pueden evitar reírse.
“¿De qué os estáis riendo?” pregunta el adulto
que les está vigilando.
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Miran para otro lado.
“Nada,” contesta Tres-dieciséis, “aquí no hay mucho de qué reírse.”
La ardilla se esconde detrás de sus playeras.
Por un momento el adulto parece dudar.
Luego golpea y Tres-dieciséis cae.
La ardilla queda mirando en la nieve.
Tres-quince quiere cogerla pero el adulto es más rápido.
Mete la ardilla en el bote de pintura con musgo y brasas
y le da vueltas.
Vueltas y más vueltas.
p.56
Después le meten a Tres-dieciséis en El Hoyo.
Tres-quince puede decidir por sí mismo,
se trata de ti, Harry, es tu vida.
Cuesta tomarse en serio
que solo importe lo que quiera él
pero acepta la chaqueta.
Tres-catorce tiene frío.
A Tres-quince le da igual.
Ahora va abrigado.
p.59
No es la primera vez
que Tres-dieciséis va a El Hoyo.
Está acostumbrado a estar encerrado.
En casa.
Y en la escuela.
No le afecta.
Con que pueda estar solo.
Le gusta la soledad.
Y las garzas de la nieve.
Disfruta de estar solo
y no le importa cuándo lo soltarán.
Pondrá cara de triste
para que vean
que la educación da fruto.
La llave rechina en la cerradura,
un adulto lo deja salir.
p.61
Van desapareciendo cada vez más números
y un día tampoco está Cero-dieciocho.
Por la noche oyen música ahí fuera.
“Debemos mantenernos completamente quietos,” se dicen,
“ni pío, para eso nos mordemos el brazo”.
“Las mordeduras del hombre son peligrosas”. Es Tres-catorce.
Se muerden el brazo para no hacer ruido alguno.
Ahora la orquesta toca de verdad.
p.64
Tres-dieciséis tiene que bajar deslizándose.
La música resuena. ¡Ta-ta-ra-ra!
Abren la puerta con un golpe
y les hacen salir a la oscuridad.
Redobles de tambor y trinados de flautín.
Cada vez más rápido. Cada vez más alto.
De repente la música se detiene.
Tres-dieciséis se mantiene quieto, quieto,
quiere pensar en algo bueno,
garzas de la nieve,
un rayo rojo que entra fuerte al suelo,
una voz ronca que grita:
“¡Wstawac! ¡A levantarse todo el mundo!”
Pero no ocurre nada.
p.65
Se oyen gritos allá fuera.
“… ¡Felicidades!”
“¡¿Tres-doce!?”
“¡Presente!”
“… ¡Felicidades!”
“Tres-trece… ¿Tres-trece? ... … ¡Tres-catorce!”
“¡Presente!”
“… ¡Felicidades!”
“¿Tres-dieciséis? Tres-dieciséis…”
En la plaza
se encuentran los otros niños
con diplomas, chaquetas algo grandes y gorros negros.
El director les felicita
por el examen.
Tres-dieciséis tiene frío.
p.67
Más tarde pasan las escavadoras a limpiar
Como si todo fuera a ser derribado.
No sabe cuánto tiempo se queda allí,
horas o días.
Y no consigue acordarse de su nombre.
“Tres-dieciséis”, repite, “Tres-dieciséis.”
Hacia mediodía abre la puerta.
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Es primavera. Aire lechoso. Niebla.
La verja ya no está.
El suelo está cubierto de serrín.
“Tres-dieciséis”, musita, “Tres-dieciséis”…
Ve los contornos de un grupo de espectros transparentes
que se acercan en batas haraposas.
Uno de ellos lleva un pájaro mecánico con el ala rota en la mano.
Un espectro vagante le toca el brazo con la mano
como un viejo y cauto murciélago.
Le susurra algo al oído.
Pero Tres-dieciséis no lo conoce.
Un adulto corre turbado por ahí llamando: “¡Lilya. Lilyita!”
p.71
Tres-dieciséis se puede marchar
pero no sabe adónde ir.
En el prado posa una garza de la nieve.
¿Qué era lo que le había susurrado el espectro? ¿Yo…? ¿Yon...? ¡John!
Se pone en marcha.
p.74
Y ahora hace sol.
Son las vacaciones de verano a última hora de la tarde.
Los niños van llegando en autobuses y vagones de tren…
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